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La fisonomía del comisario indicaba cierto malestar. Era evidente que su juicio titubeaba y que se estaba preguntando si tenía que habérselas con un loco. Este loco, sin embargo, acababa de revelársele con todas las señales de un inventor de genio.

Bajo esta impresión, el funcionario se levantó con visible prisa por dejar aquella casa alarmante. Magos y su amigo Herbault se dispusieron a acompañarle a la puerta.

En este momento se abrió la de la habitación en que estaban y entró una joven que saludó al visitante, ofreció la mano al químico, y la frente al beso de Magos, diciendo:

-Buenos días, Gerardo. Papá, ahora mismo llego. Hace mucho frío.

El comisario se quedó delante de su silla como clavado en el suelo. Decididamente, aquella casa era una oficina de sortilegios. Pero, esta vez, el encanto no causaba más perturbación que la de un transporte de admiración.

Era una figura de ensueño la que el inspector tenía delante de los ojos. Sibila se había quitado el abrigo sombrío con que estaba cubierta para salir y aparecía aérea, y revestida de una maravillosa irradiación. Parecía envuelta en un fluido luminoso como si todas las joyas del cofrecillo le hubieran prestado sus fuegos o más bien, como si se hubieran liquidado y fundido en una atmósfera irisada, cada uno de cuyos matices ponía de relieve un nuevo aspecto de su belleza. Vista en aquella aureola, le pareció al inspector deslumbrado, una visión celestial y, durante gran rato, pudo preguntarse si era juguete de alguna alucinación.

El funcionario salió con la mente vacilante y los ojos fascinados. El frío exterior logró apenas devolverle la claridad de su juicio. Mientras caminaba para llegar a las oficinas de, la comisaría, situadas en un sitio bastante lejano en el enorme distrito, puso en orden sus impresiones, muy confusas y sobre todo muy discordantes, y se propuso volver a ver en pleno día a los alarmantes inquilinos del 214 de la calle de Spontini.

Jamás, en efecto, el honrado funcionario había experimentado, en su ya larga carrera, nada que se pareciese a su emoción de aquella noche. Y acudían a su memoria lecturas fugaces y relatos oídos de diversas bocas. Antiguo soldado, muy positivista y refractario a toda creencia de orden sobrenatural, se sentía conmovido en su incredulidad. Y mientras recorría el asfalto helado de las aceras, se sorprendía monologando en alta voz:

-En verdad, uno de los dos ha estado loco, o ese hombre o yo. Porque yo no puedo poner en duda el testimonio de mis ojos. He visto verdaderos diamantes, verdaderos rubíes, verdaderos zafiros que, cinco minutos después, no eran más que guijarros y carbones. Si ese hombre no es un prestidigitador hábil, ¿de dónde ha sacado la ciencia, con que engaña así a la vista? Y si todo puede explicarse en cuanto a las piedras, ¿cómo definir la extraordinaria apariencia de aquella joven, aquella transfiguración que la hacía vaporosa y casi transparente? ¡Ah! hay que poner en claro todo esto...

 
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La mano de la sombra de Pierre Mael   La mano de la sombra
de Pierre Mael

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