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Por fortuna, ese funcionario era un hombre de gran sagacidad y que, cosa más rara, profesaba un gran respeto a la libertad de sus semejantes. Las averiguaciones que hizo con la más cortés discreción, le revelaron que la luz que iluminaba el cuarto de Magos, con gran alarma de los otros vecinos, emanaba de un aparato debido a un descubrimiento del que el modesto sabio no había dado aun noticia a la Academia. La mejor garantía de que las substancias puestas en juego eran perfectamente inofensivas, le fue dada al comisario por una conversación que tuvo a los pocos días con el joven químico Herbault.

No tuvo éste necesidad de un largo estudio psicológico para adivinar la intervención de la malignidad humana; sonrió y se anticipó al deseo del comisario.

-Señor comisario, creo que puedo comprometerme a llevar a usted, cuando quiera, a casa del señor Magos, el cual se alegrará de poder dar luz a las averiguaciones de usted por medio de una invención que no juzga aun bastante segura para divulgarla.

Todo ocurrió como lo había propuesto Herbault, el cual, aquella misma tarde, introdujo al comisario en casa del sabio. Costó al primero bastante trabajo disimular su confusión y callar las sospechas de que se le había hecho depositario; y el segundo, muy amable, trató de animar con su acogida a su visitante.

De tal modo, pudo éste darse cuenta de que el cuarto de los maleficios no contenía ningún explosivo peligroso ni el más mínimo cuño; pero, en cambio, le impresionó tanto por la severidad de su decorado como por el aspecto de su habitante.

Era una pieza bastante capaz, la más grande de la casa. Uno de los lados estaba ocupado por una cama dorada y otros dos por grandes estantes llenos de voluminosos libros. Aunque no ardía fuego alguno en la chimenea, la casa entera estaba saturada de un dulce calor sin sequedad, que permitía la libre respiración. En medio de la habitación se extendía una gran mesa delante de la ventana, y un sillón de despacho y otros dos, anchos y profundos como garitas, completaban aquel mueblaje sumario. En cuanto a la luz, la fantástica luz que había alarmado a los vecinos, se irradiaba de una lámpara colocada en la mesa. En una consola de la antesala había otra lámpara de la misma forma, pero la luz de ésta era blanca. Al recibir a su visitante le dijo el señor Magos:

-Aquí tiene usted el único calorífero de la casa.

El comisario acercó la mano al globo deslustrado que tamizaba el calórico al misino tiempo que la luz y observó que emanaba de él una temperatura igual, pero sintió al mismo tiempo una repercusión trepidente en los dedos.

-¡Cómo! -dijo admirado, -¿esto basta para calentar la casa?

-Sí -respondió el sabio. -Es un mecanismo bastante sencillo. Según que se calienta o se enfría el aire exterior, yo aumento o disminuyo la potencia del foco. De aquí las diversas coloraciones de la luz.

-¿Produce usted la electricidad a domicilio?

-Así es -respondió amablemente el sabio, -pero una electricidad especial.

Después entraron en el cuarto azul.

Estaba éste inundado de una claridad azulada que, fenómeno sorprendente, no quitaba a los objetos ninguna de sus coloraciones y hasta respetaba los colores naturales de la epidermis como la luz del día.

-Oh! -exclamó el funcionario, -me parece que estoy en Italia, o, al menos, en la orilla del Mediterráneo. Esta transparencia única no la he visto en otra parte.

-Consiste en la ausencia de polvo en suspensión en las brumas más espesas del Norte- explicó Magos. -He tenido la fortuna de descubrir el principio activo que desembaraza la atmósfera de esa pulverulenta obscuridad.

Magos ofreció un asiento a su visitante y se sentó enfrente de él en el sillón de despacho.

-¿De modo, señor comisario, que es a las quejas de personas desconfiadas a lo que debo el recibir a usted?

-Crea usted, caballero -dijo protestando el representante de la autoridad, -que no he dado ninguna importancia.

No acabó la frase. Magos le estaba explicando los orígenes de su descubrimiento.

-He viajado mucho, caballero, y estudiado también mucho las ciencias naturales. Así he podido echar de ver que nuestras luces artificiales fatigan considerablemente la vista y multiplican la miopía y los accidentes de los ojos, como la catarata y el desprendimiento de la retina, sin hablar de las cegueras imprevistas ni de las conmociones de la materia cerebral que muchos médicos atribuyen a afecciones desconocidas. Con la luz que usted ve, retardo el desgaste de los tejidos y evito las lamentables esclerosis. Y diré a usted que por medio de esta luz puedo penetrar en los compuestos opacos cuya densidad rechaza las investigaciones de todas las demás luces. Juzgue usted por sí mismo.

El sabio sacó entonces de un cajón de la mesa un cofrecillo de acero y le colocó delante del comisario. Después, adaptando a la lámpara un tubo de gutapercha, envolvió el globo en un velo que apagó su irradiación. El cuarto se llenó de una obscuridad tan densa, que justificaba el dicho bíblico según el cual las tinieblas se pueden cortar con cuchillo.

Entonces adaptó al tubo un lente y proyectó la claridad sobre el cofrecillo.

El efecto fue prodigioso. La caja de metal pareció convertida en cristal de incomparable limpidez, y sobre un fondo de felpa escarlata, el comisario vio relucir piedras preciosas de una riqueza excepcional; zafiros anchos como escudos, rubíes de las dimensiones de un luis, diamantes tan gruesos como huevos.

El estupor lo cerró la boca y un «¡oh!» se escapó de su garganta. Y no tuvo tiempo para decir más. Lente y tubo habían sido retirados por Magos y, en la obscuridad, no se oyó más que el frote de un fósforo. Un instante después una simple bujía iluminaba la habitación.

El cofrecillo de acero estaba en el mismo sitio, y Magos dijo al comisario:

-Tómese usted la molestia de abrirlo y de cerciorarse del contenido.

El funcionario levantó la tapa y, en el fondo tapizado de felpa, no vio más que guijarros groseros, pedazos de cuarzo, de mármol y de carbón de piedra echados en confusa mezcla en la caja de metal.

Y cuando el inspector echaba a su huésped singular una mirada llena de asombro, éste le hizo oír las siguientes extrañas palabras:

-Estas son las piedras que acaba usted de admirar a través del acero convertido en cristal.

-¿Se burla usted? -dijo el comisario.

¿Por qué he de burlarme, caballero? Eso sería en mí tan tonto como poco honrado.

-¿Es usted brujo, entonces?

Magos sonrió.

-¡Bah! ¿Qué es un brujo? Prefiero declarar a usted en seguida que lo que le parece un prodigio es un simple efecto de la luz que he proyectado sobre estos objetos. La luz, caballero, es el grande, casi el único instrumento de que Dios se ha servido para crear el mundo. Cuando el hombre, con permiso de Dios, haya aislado la primera materia como yo he hecho con la luz generadora, poseerá el secreto de la «gran obra». Y esto explica a usted que Nicolás Flamel haya podido decir: «Si se enterrase durante mil años un rayo de sol bajo un pilar de Nuestra Señora, ese rayo se convertiría en un lingote de oro.»

 
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de Pierre Mael

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