-El más noble metafísico de la cofradía -afirmó Ernesto sonriendo -, pero bastante mal elegido como ejemplo. Al mismo Berkeley se lo puede tomar como ejemplo de que su metafísica no funcionaba.
Al punto el doctor Hammerfield se encendió de cólera, ni más ni menos que si hubiese sorprendido a Ernesto robando o mintiendo.
-Joven -exclamó con voz vibrante -, esta declaración corre pareja con todo lo que ha dicho esta noche. Es una afirmación indigna y desprovista de todo fundamento.
-Heme aquí aplastado -murmuró Ernesto con compunción -. Desgraciadamente, ignoro qué fue lo que me derribó. Hay que "ponérmelo en la mano", doctor.
-Perfectamente, perfectamente -balbuceó el doctor Hammerfield -. Usted no puede afirmar que el obispo Berkeley hubiese testimoniado que su metafísica no fuese práctica. Usted no tiene pruebas, joven, usted no sabe nada de su metafísica. Esta ha funcionado siempre.
-La mejor prueba a mis ojos de que la metafísica de Berkeley no ha funcionado es que Berkeley mismo -Ernesto tomó aliento tranquilamente- tenía la costumbre de pasar por las puertas y no por las paredes, que confiaba su vida al pan, a la manteca y a los asados sólidos, que se afeitaba con una navaja que funcionaba bien.
-Pero ésas son cosas actuales y la metafísica es algo del espíritu -gritó el doctor.
-¿Y no es en espíritu que funciona? -preguntó suavemente Ernesto.
El otro asintió con la cabeza.
-Pues bien, en espíritu una multitud de ángeles pueden balar en la punta de una aguja -continuó Ernesto con aire pensativo -. Y puede existir un dios peludo y bebedor de aceite, en espíritu. Y yo supongo, doctor, que usted vive igualmente en espíritu, ¿no?
-Sí, mi espíritu es mi reino -respondió el interpelado.
-Lo que es una manera de confesar que usted vive en el vacío. Pero usted regresa a la tierra, estoy seguro, a la hora de la comida o cuando sobreviene un terremoto.
-¿Sería usted capaz de decirme que no tiene ninguna aprensión durante un cataclismo de esa clase, convencido de que su cuerpo insubstancial no puede ser alcanzado por un ladrillo inmaterial?
Instantáneamente, y de una manera puramente inconsciente, el doctor Hammerfield se llevó la mano a la cabeza en donde tenía una cicatriz oculta bajo sus cabellos. Ernesto había caído por mera casualidad en un ejemplo de circunstancia, pues durante el gran terremoto el doctor había estado a punto de ser muerto por la caída de una chimenea. Todos soltaron la risa.
-Pues bien, -hizo saber Ernesto cuando cesó la risa -, estoy esperando siempre las pruebas en contrario- y en el medio del silencio general, agregó: -No está del todo mal el último de sus argumentos, pero no es el que le hace falta.
El doctor Hammerfield estaba temporariamente fuera de combate, pero la batalla continuó en otras direcciones. De a uno en uno, Ernesto desafiaba a los prelados. Cuando pretendían conocer a la clase obrera, les exponía a propósito verdades fundamentales que ellos no conocían, desafiándolos a que lo contradijeran. Les ofrecía hechos y más hechos y reprimía sus impulsos hacia la luna trayéndolos al terreno firme.
¡Cómo vive en mi memoria esta escena! Me parece oírlo, con su entonación de guerra: los azotaba con un haz de hechos, cada uno de los cuales era una vara cimbreante.
Era implacable. No pedía ni daba cuartel. Nunca olvidaré la tunda final que les infligió.
-Esta noche habéis reconocido en varias ocasiones, por confesión espontánea o por vuestras declaraciones ignorantes, que desconocéis a la clase obrera. No os censuro, pues ¿cómo podríais conocerla? Vosotros no vivís en las mismas localidades, pastáis en otras praderas con la clase capitalista. ¿Y por qué obraríais en otra forma? Es la clase capitalista la que os paga, la que os alimenta, la que os pone sobre los hombros los hábitos que lleváis esta noche. A cambio de eso, predicáis a vuestros patrones las migajas de metafísica que les son particularmente agradables y que ellos encuentran aceptables porque no amenazan el orden social establecido.
A estas palabras siguió un murmullo de protesta alrededor de la mesa.
-¡Oh!, no pongo en duda vuestra sinceridad prosiguió Ernesto. Sois sinceros: creéis lo que predicáis. En eso consiste vuestra fuerza y vuestro valor a los ojos de la clase capitalista. Si pensaseis en modificar el orden establecido, vuestra prédica tornaríase inaceptable a vuestros patrones y os echarían a la calle. De tanto en tanto, algunos de vosotros han sido así despedidos. ¿No tengo razón?.
Esta vez no hubo disentimiento. Todos guardaron un mutismo significativo, a excepción del doctor Hammerfield, que declaró:
-Cuando su manera de pensar es errónea, se les pide la renuncia.