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Ernesto esperó. El silencio se prolongaba y se volvía penoso. El doctor Hammerfield estaba tan mortificado como embarazado. Este ataque a mazazos de herrero lo desconcertaba completamente. Su mirada implorante recorrió toda la mesa, pero nadie respondió por él. Sorprendí a papá resoplando de risa tras su servilleta.

-Hay otra manera de descalificar a los metafísicos -continuó Ernesto, cuando la derrota del doctor fue probada -, y es juzgarlos por sus obras. ¿Qué hacen ellos por la humanidad sino tejer fantasías etéreas y tomar por dioses a sus propias sombras? Convengo en que han agregado algo a las alegrías del género humano, pero ¿qué bien tangible han inventado para él? Los metafísicos han filosofado, perdóneme esta palabra de mala ley, sobre el corazón como sitio de las emociones, en tanto que los sabios formulaban ya la teoría de la circulación de la sangre. Han declamado contra el hambre y la peste como azotes de Dios, mientras los sabios construían depósitos de provisiones y saneaban las aglomeraciones urbanas. Describían a la tierra corno centro del universo, y para ese tiempo los sabios descubrían América y sondeaban el espacio para encontrar en él estrellas y las leyes de los astros. En resumen, los metafísicos no han hecho nada, absolutamente nada, por la humanidad. Han tenido que retroceder paso a paso ante las conquistas de la ciencia. Y apenas los hechos científicamente comprobados habían destruido sus explicaciones subjetivas, ya fabricaban otras nuevas en una escala más vasta para hacer entrar en ellas la explicación de los últimos hechos comprobados. He aquí, no lo dudo, todo lo que continuarán haciendo hasta la consumación, de los siglos. Señores, los metafísicos son hechiceros. Entre vosotros y el esquimal que imaginaba un dios comedor de grasa y vestido de pieles, no hay otra distancia que algunos miles de años de comprobaciones de hechos.

-Sin embargo, el pensamiento de Aristóteles ha gobernado a Europa durante doce siglos enunció pomposamente el doctor Ballingford; y Aristóteles era un metafísico.

El doctor Ballingford paseó sus ojos alrededor de la mesa y fue recompensado con signos y sonrisas de aprobación.

-Su ejemplo no es afortunado -respondió Ernesto -. Usted evoca precisamente uno de los períodos más sombríos de la historia humana, lo que llamamos siglos de oscurantismo: una época en que la ciencia era cautiva de la metafísica, en que la física estaba reducida a la búsqueda de la piedra filosofal, en que la química era reemplazada por la alquimia y la astronomía por la astrología. ¡Triste dominio el del pensamiento de Aristóteles!

El doctor Ballingford pareció vejado, pero pronto su cara se iluminó y replicó:

-Aunque admitamos el negro cuadro que usted acaba de pintarnos, usted no puede menos de reconocerle a la metafísica un valor intrínseco, puesto que ella ha podido hacer salir a la humanidad de esta fase sombría y hacerla entrar exila claridad de los siglos posteriores.

-La metafísica no tiene nada que ver en todo eso -contestó Ernesto.

-¡Cómo! -exclamó el doctor Hammerfield -. ¿No fue, acaso, el pensamiento especulativo el que condujo a los viajes de los descubridores?

-¡Ah, estimado señor! -dijo Ernesto sonriendo -, lo creía descalificado. Usted no ha encontrado todavía ninguna pajita en mi definición de la filosofía, de modo que usted está colgado en el aire. Sin embargo, como sé que es una costumbre entre los metafísicos, lo perdono. No, vuelvo a decirlo, la metafísica no tiene nada que ver con los viajes y descubrimientos. Problemas de pan y de manteca, de seda y de joyas, de moneda de oro y de vellón e, incidentalmente, el cierre de las vías terrestres comerciales hacia la India, he aquí lo que provocó los viajes de descubrimiento. A la caída de Constantinopla, en mil cuatrocientos cincuenta y tres, los turcos bloquearon el camino de las caravanas de hindúes, obligando a los traficantes de Europa a buscar otro. Tal fue la causa original de esas exploraciones. Colón navegaba para encontrar un nuevo camino a las Indias; se lo dirán a usted todos los manuales de historia. Por mera incidencia se descubrieron nuevos hechos sobre la naturaleza, magnitud y forma de la tierra, con lo que el sistema de Ptolomeo lanzó sus últimos resplandores.

El doctor Hammerfield emitió una especie de gruñido.

-¿No está de acuerdo conmigo? -preguntó Ernesto. Diga entonces en dónde erré.

-No puedo sino mantener mi punto de vista -replicó ásperamente el doctor Hammerfield -. Es una historia demasiado larga para que la discutamos aquí.

-No hay historia demasiado larga para el sabio -dijo Ernesto con dulzura -. Por eso el sabio llega a cualquier parte; por eso llegó a América.

No tengo intenciones de describir la velada entera, aunque no me faltan deseos, pues siempre me es grato recordar cada detalle de este primer encuentro, de estas primeras horas pasadas con Ernesto Everhard.

La disputa era ardiente y los prelados se volvían escarlata, sobre todo cuando Ernesto les lanzaba los epítetos de filósofos románticos, de manipuladores de linterna mágica y otros del mismo estilo. A cada momento los detenía para traerlos a los hechos: "Al hecho, camarada, al hecho insobornable", proclamaba triunfalmente cada vez que asestaba un golpe decisivo. Estaba erizado de hechos. Les lanzaba hecho contra las piernas para hacerlos tambalear, preparaba hechos en emboscadas, los bombardeaba con hechos al vuelo.

-Toda su devoción se reserva al altar del hecho -dijo el doctor Hammerfield.

-Sólo el hecho es Dios y el señor Everhard su profeta parafraseó el doctor Ballingford.

Ernesto, sonriendo, hizo una señal de asentimiento.

-Soy como el tejano -dijo; y como lo apremiasen para que lo explicara, agregó -: Sí, el hombre de Missouri dice siempre: "Tiene que mostrarme eso"; pero el hombre de Tejas dice: "Tengo que ponerlo en la mano". De donde se desprende que no es metafísico.

En cierto momento, como Ernesto afirmase que los filósofos metafísicos no podrían soportar la prueba de la verdad, el doctor Hammerfield tronó de repente:

-¿Cuál es la prueba de la verdad, joven? ¿Quiere usted tener la bondad de explicarnos lo que durante tanto tiempo ha embarazado a cabezas más sabias que la suya?

-Ciertamente -respondió Ernesto con esa seguridad que los ponía frenéticos -. Las cabezas sabias han estado mucho tiempo y lastimosamente embarazadas por encontrar la verdad, porque iban a buscarla en el aire, allá arriba. Si se hubiesen quedado en tierra firme la habrían encontrado fácilmente. Sí, esos sabios habrían descubierto que ellos mismos experimentaban precisamente la verdad en cada una de las acciones y pensamientos prácticos de su vida.

-¡La prueba! ¡El criterio! -repitió impacientemente- el doctor Hammerfield. Deje a un lado los preámbulos. Dénoslos y seremos como dioses.

Había en esas palabras y en la manera en que eran dichas un escepticismo agresivo e irónico que paladeaban en secreto la mayor parte de los convidados, aunque parecía apenar al obispo Morehouse.

-El doctor Jordan lo ha establecido muy claramente -respondió Ernesto -. He aquí su medio de controlar una verdad: "¿Funciona? ¿Confiaría usted su vida a ella?

-¡Bah! En sus cálculos se olvida usted del obispo Berkeley -ironizó el doctor Hammerfield -. La verdad es que nunca lo refutaron.

 
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de Jack London

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