Hace décadas que ya no existen como tales, se han
argentinizado. Hasta el momento nuestra fantasía no está habitada por las
cafeteras rusas, los niños acordeonistas de Rumania, las prostitutas
dominicanas, los gitanos de Transilvania, los mayoristas coreanos, los
horticultores bolivianos, los albañiles peruanos, las mucamas paraguayas y por
todos los recién llegados que han modificado la imagen y el sonido de nuestras
ciudades.
Cada vez que un partido progresista asume la presidencia y la
administración cultural, dedica festivales a la inmigración que fundó el país y
a los que llegaron en aquellos barcos, nuestros abuelos. Hay sin duda algo más
redituable en las leyendas que en la realidad. La nostalgia es suave y
terapéutica, recuerda las comidas y olvida el hambre.
Pero miremos hacia afuera y sigamos con el tema del plazo.
El mundo es imprevisible no sólo aquí sino en todas partes
porque los descubrimientos científicos y la globalización económica tienen la
inestabilidad del crecimiento. La nuestra es una inestabilidad de decadencia,
una agitación crítica en la inmovilidad. Es la vitalidad del desesperado.
Esta doble inestabilidad, la del que crece de golpe y la del
que tambalea, impide el largo plazo; la mirada del águila está cegada e impide
soñar con el sentido de la historia. No sólo es el fin de los grandes relatos ni
la afirmación de que todo lo sólido se desvanece en el aire, sino también la
poca envergadura del pensamiento lento.
El pensamiento lento, el de las grandes averiguaciones, la
disquisición seria y académica, el ritmo pausado y silencioso del meditador, se
siente cómodo en los estudios históricos. Lo vemos en nuestro país, donde el
intelectual arquetípico que había militado por el futuro en los setenta, marca y
remarca los circuitos de nuestro pasado en profusos manuales sociológicos y
literarios. Aquellos intelectuales revolucionarios de ayer hoy se ocupan de
Mansilla, de Sarmiento, de Alberdi, de Macedonio, de Arlt, de Ramos Mejía, del
positivismo argentino, de José Ingenieros, de los desagües en la ciudad de
Buenos Aires en los finales del siglo XIX, de la Década Infame, de Forja y
Scalabrini Ortiz. Todo atrás, nada hoy, y menos que nada mañana.