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-Gracias, aunque, ¿sabes? Las cosas más bellas no nos serán posibles jamás imitar...

Una vez más la mirada de Alejandro estaba clavada en Ana. Ella, como cualquier joven consiente de su atractivo, no le incomodaba ser el foco de la atención masculina, pero percibía algo más en aquellos ojos escrutadores, algo que la perturbó un poco y le hizo apretar los labios nerviosamente.

-¿A qué te refieres? -preguntó tratando de escapar de la prolija mirada de Alejandro.

-La belleza de mujeres como tú, por ejemplo.

Al final, Ana aceptó el cumplido con una sonrisa.

-Me pregunto... -aventuró Alejandro- si aceptarías cenar conmigo esta noche.

Ana dudó un instante, luego enderezándose y sonriendo con ingenua coquetería contestó:

-Me agradaría cenar con un escultor.

-¡Magnífico!

-Pero, que sea mañana.

-¡Perfecto! Si me das tu número telefónico te llamo.

Alejandro sacó de su chaqueta un bolígrafo negro, delgado y fino, y una pequeña libreta de piel y apuntó el número telefónico que le dictó Ana. Volvió a guardar la pluma y la libreta y extendió su mano a Ana mostrando una amplia sonrisa.

-¡Ha sido un placer conocerte, Ana!

Ella estrechó la mano de Alejandro y luego lo vio alejarse. Bajó la cabeza y por un instante pensó que había sido precipitado aceptar de primera vez la invitación de un desconocido, pero recordando el propósito de su visita al museo, pensó que tal cita le sería de utilidad. Trató de buscar a Alejandro otra vez, entre la multitud. Ya no estaba. Pero intuyó otra singular e insistente mirada desde su cabeza. Levantó la vista y observó una vez más la escultura, la misma que había sido culpable de aquel encuentro. Por un extraño e inquietante momento Ana tuvo la impresión que aquélla efigie cobraría vida. Luego sonrió para sus adentros. Se llevó la mano al mentón y se quedó muy pensativa.

 
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Relatos inquietantes de Salvador Camarillo   Relatos inquietantes
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