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Sin mediar más explicaciones, Ignacio desanduvo el trayecto hacia la calle, para dirigirse directamente hacia la casa de Marisol, que distaba a solo una cuadra de la suya. Debido a la cercanía, decidió dejar el automóvil donde lo había estacionado, y a paso rápido se dirigió a la casa de su hasta entonces prometida. Durante el recorrido la iba maldiciendo. Tan ofuscado estaba que no se percató, al cruzar la calle, de un vehículo que ya estaba lanzado en su intención de paso. El chirrido de la frenada lo hizo reaccionar, y girar bruscamente en dirección al conductor, con clara intención de propinarle algún insulto. Sin embargo, se contuvo de hacerlo, levantó la palma de su mano derecha como pidiendo disculpas, y ante la todavía atónita mirada del conductor retomó su camino, tomando conciencia de lo cerca que había estado de sufrir un accidente. Este percance le hizo bajar su ira, y cuando arribó al portón de la casa de Marisol, se encontraba más calmo que unos minutos atrás.
Desde la puerta procede a hacer sonar el timbre, siguiendo el código que habían convenido en común acuerdo, a los fines de darse a conocer y ganar tiempo, esto es un timbre largo, seguido de uno corto. No había transcurrido un minuto cuando, todavía agitada por su apuro en dirigirse hacia la puerta para encontrarse con él, abrió la misma y con una amplia sonrisa lo recibió.
—¡Hola, que sorpresa!
Ignacio, que hasta ese momento todavía estaba reaccionando del accidente que no fue, al verla frente a él, tan cerca, le hizo volver a la memoria el diálogo mantenido minutos antes con sus hermanas.
—Para mí también es una sorpresa —le respondió con ironía, no muy común en él.
—¿De qué me estás hablando? —preguntó Marisol, con gesto de preocupación.
—De tu embarazo.
—...
—¿Quién es él? —preguntó envalentonado Ignacio, dando por descontado la veracidad de los hechos según sus hermanas se lo habían transmitido.
Para Marisol fue como una fuerza ascendente dentro de su propio cuerpo que se apoderaba primero del estómago, retorciéndolo, continuando luego por sus pulmones, bloqueándolos, para terminar por dominar finalmente su cerebro. Desde aquí partió el impulso que le hizo propinar un tremendo cachetazo en la mejilla izquierda de Ignacio, quien se vio sorprendido y nada pudo hacer para evitar el golpe, que lo recibió de pleno. Tras esto, Marisol retrocedió un paso y volvió a cerrar la puerta dando el portazo en el rostro atónito de su pareja. Recién entonces, ya del otro lado, Marisol dio media vuelta y, apoyando su espalda en la puerta recién cerrada, rompió en un llanto desconsolado. Su orgullo era muy fuerte como permitirse que Ignacio la viera llorando.
Por su parte Ignacio, envuelto en su casi permanente mar de dudas, dio un giro y mientras trataba de aclarar su mente, orientó sus pasos hacia el bar donde todas las tardes y noches se juntaban sus amigos para jugar a los naipes. Esa misma noche tenía un detalle especial, que se repetía de manera semanal. Con todos sus amigos se juntarían para concurrir a un show nocturno. Por supuesto, Marisol no estaba al tanto de las andanzas de Ignacio, pero podía suponerlas. Esta la salida nocturna con amigos lo hizo olvidar rápidamente el incidente que acababa de experimentar con Marisol. El “Bar de la Esquina”, lugar de encuentro con sus amigos, estaba ubicado en la misma esquina de su casa, a mitad de camino con la vivienda de Marisol. Atravesó el umbral sonriente, como si nada hubiera ocurrido. Era temprano aún, por lo que fue el primero en tomar posición en la mesa que era testigo de los asiduos desafíos de naipes, las cuentas hechas con porotos y vermut.
—¡Gallego! —le dijo en voz alta al dueño de esa casi pulpería porteña—. Traeme lo de siempre —completó.
Mientras se acomodaba en la silla de madera, encendió su enésimo cigarrillo del día. Con la primera pitada aspiró bien profundo. El gallego se le acercó con el pedido. Ignacio le largó el humo prácticamente en la cara.
—¿Qué hacés, Ignacio? ¿No te alcanza con la humareda que me dejan vos y tus amigos todas las noches en el boliche? —le recriminó el gallego mientras le dejaba sobre la mesa el vaso, una soda y le vertía una generosa medida del aperitivo elegido.
—No te quejes gallego, que si no fuera por nosotros no tendrías clientela —respondió con soberbia Ignacio.
Paradójicamente, esa soberbia que exhibía Ignacio fuera de su casa, especialmente en los lugares que solía frecuentar con sus amigos y a la vista de éstos, mutaba a sumisión cuando trasponía los umbrales de su casa paterna.
—Lo que tú digas, hombre —le respondió el gallego, mientras daba vuelta y se retiraba maldiciendo algunas palabras por lo bajo.
—¿No lo viste a Naranjita? —le preguntó Ignacio, demorando su retirada, en referencia a uno de sus amigos.
—No, a esta hora debe estar todavía trabajando —le respondió con ironía el gallego sin darse vuelta mientras seguía con su recorrido.
—Trabajando un día por mes a mí me alcanza, gallego.
—Pues tienes suerte, Ignacio. Y ojalá te dure. A tu edad tendrías que aprovechar para hacerla, refiriéndome al dinero, porque nunca se sabe cuánto dura la racha.
—¡Ja ja! ¡Dura lo que dura dura, gallego! —Se festejó a si mismo Ignacio, mientras se introducía una aceituna en su boca.
—¡Veremos si cuando tengas hijos piensas lo mismo! —le espetó sabiamente el gallego.
—¡Coff! ¡Coff! —fue la respuesta de Ignacio.
La respuesta del gallego lo tomó por sorpresa, y mientras masticaba su aceituna, el desprendimiento del carozo lo atoró. Su rostro comenzó a ponerse azul. Sintió que no podía aspirar, ya que el carozo le obstruía por completo sus vías respiratorias. Se puso rápidamente de pie, provocando que la silla sobre la cual descansaba sus glúteos cayera violentamente al piso. El gallego, al observar la situación, volvió sobre sus pasos y se acercó a socorrerlo. Tomándolo por sorpresa, sin mediar palabra alguna, tomó a Ignacio por detrás y le aplicó la Maniobra de Heimlich. Si bien no la conocía por su nombre, el gallego la sabía realizar, obligado por la necesidad de su selecta clientela. El carozo salió expulsado de la boca de Ignacio.
—¡Gracias gallego! —le dijo Ignacio, todavía aclarando su garganta, mientras recuperaba su color habitual.
—¡De nada, hombre! —le respondió—. Lo último que hubiera querido es que tú te me mueras acá dentro —le respondió con cierta ironía el gallego.

 
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