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Por su parte, a Marisol no le desagradaba la idea de mudarse cerca de sus futuras cuñadas, porque también le permitiría estar cerca de su padre y hermano. Después de todo, era una posibilidad cierta de mostrarse a ellos como una nueva mujer. Una pequeña venganza que deseaba llevar a cabo.
—Mirá lo que te traje —le dijo Ignacio ni bien descendió de su vehículo.
—¿Compraste un auto nuevo? —Exclamó sorprendida Marisol, cuando lo vio dejar tras de sí su Chevrolet modelo cincuenta y tres.
—¡Ja Ja! —rió socarronamente Ignacio—. No, en realidad es algo mucho mejor —le respondió.
—No te creo —respondió Marisol intrigada al percatarse que algo traía Ignacio en su mano derecha.
—¡Te juro que es mejor! —le dijo Ignacio—. Mirá esto —y le extendió su mano como quien entrega dinero para cerrar una transacción comercial.
La sonrisa de Marisol voló de su rostro como lo hace una hoja de papel cuando la sorprende el viento Zonda. Con esta fría actitud, Ignacio hacía entrega a Marisol de las alianzas de compromiso. Algo desconcertada, Marisol ensayó una sonrisa. No esperaba que los acontecimientos se sucedieran de esa manera. En la calle, y a la vista de todos. Hubiera preferido algo más romántico, o al menos más íntimo, y no en la vereda, como al pasar, en un trámite intermedio a las demás actividades sociales de Ignacio.
—¿Qué te pasa ahora, no es acaso lo que me pedías siempre? —preguntó el descortés galán.
—No, no es eso, lo que pasa es que...—se expresó en forma desilusionada Marisol.
—¡Uh, bueno, terminala de una vez! ¡Siempre la misma historia! —la interrumpió Ignacio.
—No me podés tratar así —le respondió Marisol, quien rompiendo en llanto, dio media vuelta para entrar a su casa, no sin antes arrojar al piso el presente de Ignacio.
Ignacio no hizo nada por detenerla. Su inseguridad era tan grande que sentía una mezcla de desazón y satisfacción. Así era su carácter. Indeciso, dependiente, sin motivaciones propias realmente profundas. Así lo habían moldeado sus hermanas, lideradas por Laura. En el fondo no estaba realmente preocupado por semejante despecho. Se inclinó para recuperar el obsequio recientemente despreciado por Marisol y lo introdujo en el bolsillo derecho de su saco. Volviendo a su vehículo ingresó a éste, lo puso en marcha y se dirigió hacia su casa. La de sus padres. Ignacio estaba convencido que al día siguiente su suerte cambiaría. Acostumbrado a los juegos de azar, conjeturaba que todo era cuestión de suerte. Y que siempre había revancha para lograr cambiarla. Aunque tuviera que transcurrir algo más de un año para tenerla.
Los hechos le dieron la razón. Pero no de la manera que él hubiera esperado. Un año después, un embarazo no buscado forzó la fecha de casamiento. Para Marisol, fue una decisión basada en el miedo: su padre no hubiera tolerado el embarazo de su hija sin el marco legal que ampara al matrimonio. No por una cuestión religiosa, pues en definitiva el padre de Marisol era un ferviente ateo. Era una cuestión del “qué dirán”. A Lautaro no le importaba la felicidad de su hija. De hecho toda la conducta que había ejercido hacia Marisol poco había favorecido a la felicidad de ella. Lo que realmente le preocupaba era como se vería afectada su reputación como padre, en el inevitable terreno del chisme de barrio. Su pensamiento era cerrado, egoísta, y de un machismo estúpido. Así era el padre de Marisol, con algunos puntos en común a la personalidad de Ignacio. Tan equivocados ambos al mismo tiempo, sin cualidades favorables para formar, motivar, educar y defender a una familia.
Enteradas las hermanas de Ignacio del embarazo, rápidamente pusieron sus energías en convencer a Ignacio para que obligue a Marisol a abortar. Para ello diseñaron un simple pero macabro plan. Aprovechando que Filippo estaba con un malestar estomacal producto de una comida que no le había caído bien, no perdieron tiempo en tomar esta circunstancia en una ventaja para el propósito propuesto.
—¿Sabías que papá está muy mal, no? —le comentó Petra a su hermano, cuando éste llegaba a su casa luego de una tarde de distracción con sus amigos.
—No, ¿qué le pasó? —respondió Ignacio.
—Se descompuso esta mañana, después que te fuiste, cuando le comentaste lo del embarazo de Marisol —continuó Petra.
—¿Y eso que tiene que ver?
—¿Cómo qué tiene que ver, tarado? —ametralló Laura, que hasta el momento observaba silenciosamente el diálogo entre sus dos hermanos—. ¿No te das cuenta lo que significa para él el hecho que vos seas padre y ni siquiera estés casado?
—Bueno... yo.
—No seas boludo Ignacio —agregó Petra—. ¿Sabés todas las cosas que van a decir en el barrio?
—Todo lo que ya están diciendo, querrás decir —intervino Laura.
—¿Y qué es lo que están diciendo? —Preguntó Ignacio, temeroso.
Ninguna de las dos hermanas respondió. Ambas evitaron mirarse entre sí, de la misma manera que evitaron la mirada de Ignacio.
—¡Por qué no hablan, carajo! —reaccionó por fin Ignacio.
—No te lo queríamos decir, pero ya que insistís.... —respondió Petra.
—Lo hacemos sólo porque nos estás obligando a hablar, la verdad es que hubiéramos preferido que ni te enteres —agregó con cinismo Laura.
—¿Y se puede saber de qué me tengo que enterar? —preguntó con tono firme Ignacio.
—Que no es tuyo —tiró en seco Petra.
—¿Que no es mío que cosa? —preguntó Ignacio, a la vez que su ánimo volvía a levantar en ira.
—¡El bebé boludo, el bebé! ¿O es que todavía no te avivaste? —le reprochó Laura.
El silencio invadió el ambiente por completo. Ignacio sintió que su visión se nublaba, producto de la sensación de bronca que se iba apoderando de sus acciones. Simultáneamente su cerebro canceló todo pensamiento racional, dando lugar al sentir emocional. En su cabeza se cerraba la válvula que facilita el fluir de la razón, y se abría la que deja salir la ira y la emoción violenta. Sus latidos se aceleraron. Un zumbido agudo invadió sus oídos.
—¡Hija de puta! —exclamó Ignacio, dando de este modo por cierta sin más la versión de sus hermanas.

 
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