Haciendo caso de su consejo, tal vez porque como estaba
intensamente iluminado, me resultaría mucho más fácil su
búsqueda, me enfrasqué en la tarea de ir tomando algunos viejos
tomos, a los que tenía que palmotear como si fueran viejos amigos, no
sé si para despertarlos de su profundo olvido o para quitarles el polvo
acumulado a través del tiempo.
La operación se fue repitiendo: coger libro, palmotear,
hojear y dejar. Así uno y otro, siguiendo la zona alumbrada por el sol
siempre cambiante. Guiado por su luz, pues, y nunca mejor dicho, llegué
hasta el final de la estantería. Cuando iba a abandonar la comodidad de
la claridad solar, disponiéndome a dejar en su lugar dos viejos libros
que hablaban sobre la rebelión del inca Tupac-amaru, me atrajo uno de
tapas de piel sin girar, que estaba caído detrás de donde
había sacado estos dos y que por fortuna, gracias a esta
operación, había quedado a la vista. Digo por fortuna porque la
historia que cuento a continuación, tiene su origen en este hecho
fortuito.
Mis manos lo tomaron con la punta de los dedos pulgar e índice. Era
tal el polvo acumulado, que de no hacerlo de este modo, me hubiera ensuciado
toda la mano. Antes de servirme de él, me agaché hasta casi a ras
de suelo y lo golpeé por varias veces contra la pata de la misma
estantería, hasta hacerle vomitar y arrojar aquel polvo que había
sido, por muchos años, su único alimento. Me erguí
lentamente y cuanto alcancé la vertical, me moví hasta ser
bañado de nuevo por el luminoso haz de sol, que se había alejado
hasta la pared próxima. Me apoyé sobre la misma y lo
comencé a ojear. Lo primero que vi al abrir su tapa de piel, que, por
cierto, aún conservaba parte del pelo del animal al que
perteneció, fue que se trataba de un manuscrito de cuya tapa leí
en voz alta su título. Abrí el manuscrito por su primera
página y me enfrasqué allí mismo en su lectura.