extrema limpieza que se mantiene en sus casas, todo recuerda aquí los establecimientos de los Hermanos Moravos. Cada familia de indios cultiva, a cierta distancia del pueblo, además de su propio huerto, el conuco de la comunidad. Los individuos adultos de ambos sexos trabajan en éste una hora por la mañana y otra por la tarde. En las misiones más cercanas a la costa el conuco de la comunidad es generalmente una plantación de caña de azúcar o de añil, dirigida por el misionero. Su producto, de observar estrictamente la ley, sólo puede emplearse en el mantenimiento de la iglesia y en la compra de ornamentos sacerdotales. La plaza mayor de San Fernando, ubicada en el centro del pueblo, comprende la iglesia, la casa del misionero y un modesto edificio que fastuosamente llaman la Casa del Rey. Es un verdadero caravanserrallo destinado a ofrecer abrigo a los viajeros, cosa infinitamente valiosa, como con frecuencia hemos experimentado, en un país en que la palabra hospedería es aún desconocida. Las Casas del Rey se encuentran en todas las colonias españolas, y se creería que son imitación de los Tambos del Perú, establecidos según las leyes de Manco-Capac.
Habíamos sido recomendados a los religiosos que gobiernan las misiones de los indios Chaimas por el síndico que reside en Cumaná. No era tanto más útil esta recomendación, cuanto que los misioneros, ya sea por celo de la pureza de las costumbres de sus feligreses, ya para sustraer el régimen monástico a la curiosidad indiscreta de los extranjeros, ponen en práctica a menudo un antiguo reglamento según el cual no es permitido a un hombre blanco del estado seglar detenerse más de una noche en un pueblo indiano. Generalmente en las misiones españolas sería imprudencia confiar únicamente en el pasaporte emanado de la secretaria de estado de Madrid o de los gobernadores civiles: es necesario proveerse de recomendaciones dadas por las autoridades eclesiásticas, sobre todo por los guardianes de los conventos o por los generales de las órdenes residentes en Roma, á quienes los misioneros respetan infinitamente más que a los obispos. Las misiones forman, no diré que en virtud de sus instituciones primitivas y canónicas, sino de hecho, una jerarquía distinta, en cierto grado independiente, cuyas miras armonizan raramente con las del clero secular.
El misionero de San Fernando era un capuchino aragonés de mucha edad, pero lleno aún de vigor y vivacidad. Su extrema gordura, su humor jovial, su interés por los combates y asedios, se conformaban bastante mal con el concepto que en los países del Norte se tiene de los melancólicos ensueños y la vida contemplativa de los misioneros. Aunque muy ocupado con motivo de una vaca que había de ser descuartizada a1 día siguiente, este viejo religioso nos recibió con bondad, y nos dejó colgar nuestras hamacas en el corredor de su casa. Sentado la mayor parte del día en una gran poltrona de madera roja y no teniendo qué hacer, se quejaba con amargura de lo que él llamaba pereza e indolencia de sus compatriotas. Nos preguntó mil cosas sobre el verdadero objeto de nuestro viaje, que le pareció aventurado y por lo menos harto inútil. Nos fatigó allí, como en el Orinoco, esa gran curiosidad que conservan los europeos en el seno de la selvas de América por las guerras y tormentas políticas del viejo mundo.