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En cada individuo está relacionada con muchas impresiones casuales de la juventud, con la predilección evidenciada por ocupaciones individuales, con la proclividad a la lejanía y, una vida ágil. La improbabilidad de ver satisfecho un deseo, significa para la persona un particular acicate. El viajero disfruta por anticipado la alegría del instante en que verá por primera vez la constelación de la Cruz del Sur y la nebulosa de Magallanes, que giran en el hemisferio celeste austral, o las nieves del Chimborazo y las columnas de humo de los volcanes quiteños, una mata de helechos arborescentes o el Océano Pacífico. La realización de esos deseos constituyen en la vida un hito que deja una impresión imborrable, que despierta sensaciones cuya viveza no necesita de justificación lógica. En nuestro anhelo de ver el Mar del Sud desde las altas cumbres de la cadena de los Andes, se mezclaba el interés con el cual el niño escucha embelesado el relato de la osada expedición de Vasco Nuñez de Balboa, el hombre afortunado que seguido por Francisco Pizarro fue el primer europeo que pudo contemplarla parte oriental del Mar del Sud desde las cumbres de Cuareca en el estrecho de Panarná. Por cierto, las riberas pobladas de juncales del Mar Caspio que vi por primera vez en el delta del río Volga, no se pueden calificar como pintorescas; sin embargo su vista me llenó de alegría, igual al gozo que experimentaba en mi primera infancia al trazar los contornos de ese mar interior del continente asiático. Aquello que es despertado en nosotros a través de las impresiones infantiles, a través de las casualidades de las relaciones de la vida, toma más tarde una dirección más seria y a menudo se convierte en un motivo de trabajos científicos o empresas de amplias miras.

Cuando alcanzamos por fin el punto más elevado del Alto de Guancarnarca, después de muchas ondulaciones del suelo en las abruptas crestas de la montaña, la comba celeste, hasta entonces densamente cubierta, empezó a despejarse. Un violento viento del sudoeste disipó las brumas azul profundo del liviano aire de la montaña asomó entre las apretadas hileras de las nubes más altas y plumosas. En maravillosa proximidad aparecieron ante nuestros ojos toda la pendiente occidental de la Cordillera cerca de Chorillos y Cascas, cubierta con monumentales bloques de cuarzo de cuatro a cinco metros de largo y los llanos de Chala y Molinos extendiéndose hasta la orilla del mar, cerca de Trujillo. Por primera vez estábamos contemplando el Mar del Sud.

Lo veíamos nítidamente lamer el litoral, una gran masa luminosa llena de reflejos, alzándose en su inconmensurabilidad hacia el horizonte más que intuido. La alegría compartida con mis compañeros Bonpland y Carlos Montufar nos hizo olvidar abrir el barómetro en el Alto de Guancamarca. De acuerdo con las mediciones realizadas más abajo de la cumbre, en una granja solitaria en el Hato de Guancamarca, el punto desde el cual habíamos visto el mar debía estar a sólo 2.860 a 2.920 m.

 
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