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La creencia tan difundida entre los nativos acerca de la puntualidad y la amenaza de desdichas para toda una estirpe si se echaba mano de los tesoros enterrados que pertenecieron al Inca, se relaciona con la de la restauración del imperio incaico, vigente en particular en los siglos XVI y XVII. Toda nacionalidad sojuzgada anhela la liberación, una reedición del viejo régimen. La huida de Manco Inca, el hermano de Atahualpa, a los bosques de Vilcaparripi en la pendiente oriental de la cordillera, la permanencia de Sayri Túpac y del inca Tápac Amaru en aquellas selvas dejaron recuerdos imborrables. Se creía que entre los ríos Apurimac y Beni o más al este, en la Guayana, estarían radicados descendientes de la dinastía destronada. El mito de El Dorado y de la dorada ciudad de Manoa que circuló de oeste a este multiplicó esos sueños.

Inflamaron a tal punto la fantasía de Raleigla, que éste preparó una expedición con la esperanza de conquistar la ciudad insular, dejar en ella una guarnición de 3.000 a 4.000 ingleses e imponer al emperador de Guyana, descendiente de Huayna Capac y, que mantenía una corte tan suntuosa como aquel, un tributo anual de 300.000 libras esterlinas, como precio por su prometida restauración en Cuzco y Cajamarca. Hasta donde se ha difundido la lengua quechua peruana se han conservado en las mentes de muchos de los nativos más versados en la historia de sus antepasados vestigios de esta esperanza en el retorno del imperio inca.

Permanecimos cinco ellas en la ciudad del Inca Atahualpa, poblada en hasta entonces por unas 7.000 u 8.000 almas. La gran cantidad de bestias de carga indispensables para el transporte de nuestras colecciones y la esmerada selección del guía que nos conduciría a través de la Cordillera de los Andes hasta la entrada del desierto peruano de Sechura, una larga y estrecha lengua de arena, demoró nuestra partida. El paso por la cordillera se liaría de nordeste a sudoeste. Tan pronto se abandona el antiguo lecho lacustre de la encantadora meseta de Cajamarca, y se asciende a una altura de escasos 3.118 m, el viajero queda atónito frente a la vista de dos grotescas colinas de pórfido, Aroma y Cuntureaga (el asiento predilecto de ese imponente buitre cine conocemos con el nombre de cóndor, en quechua: cacca=piedra). Forman estas colinas prismas pentagonales, de una altura de unos once a doce metros, en parte divididas y encorvadas. La cima de pórfido del Cerro Aroma es particularmente pintoresca. Por la distribución de sus hileras de columnas superpuestas, a menudo convergentes, semeja un edificio de dos pisos. Corona ese edificio a manera de cúpula una compacta masa rocosa de superficie redondeada, no separada en columnas. Estas salientes de pórfido y, traquita caracterizan a las altas crestas de la cordillera y dan una fisonomía que no ofrecen los Alpes suizos, ni los Pirineos, ni el Altai de Siberia.

De Cunturcaga y Aroma se desciende en zigzag por la escarpada pendiente rocosa unos 1.950 In para llegar al valle de Magdalena, un precipicio, cuya sima se encuentra aún a 1.300 m. Sobre el nivel del mar. Unas pocas chozas miserables, rodeadas de ceibas (Boinbax discolor), que vimos por primera vez a orillas del Amazonas, constituyen una aldea india. La precaria -vegetación del valle es similar a la de la provincia Jaén de Bracamoros, si bien echamos de menos las rojas matas de bougainvillea. El valle es de los más profundos que conozco un la cadena de los Andes. Es una hendidura, un verdadero valle transversal, orientado de este a oeste, encajonado entre los Altos de Aroina y Guancaniarca. Comienza en la misma formación de cuarzo que siempre me ha resultado tan enigmática, y que habíamos observado en el Páramo de janaguanca, entre Micuipainpa y Cajainarca a 3-570 m. de altura, cuyo grosor en la, pendiente occidental de la cordillera, alcanza muchos miles de metros. Desde que Leopold von Buch nos mostró que también en la más elevada cadena de los Andes, a uno y otro lado del Estrecho de Panamá, la formación cretácea está mucho más desarrollada, nos pareció factible que esta formación de cuarzo fuera transformada quizá en su textura por fuerzas volcánicas. Al salir del escabroso valle del Magdalena hacia el oeste debimos escalar nuevamente por espacio de dos horas y media la pendiente de 1.560 m. de altura, opuesta a los grupos porfíricos del Alto de Aroma.

El cambio del clima se nos hizo mucho más sensible al quedar envueltos en repetidas ocasiones por una niebla fría. La añoranza de volver a disfrutar por fin de la libre vista del mar, después de haber recorrido el interior de una región montañosa durante dieciocho meses sin interrupción, era acrecentada por las decepciones a las que nos vimos expuestos. Desde la cima del Volcán Pichincha, paseando la vista por encima de las tupidas de la provincia de las Esmeraldas, no se distingue claramente el horizonte marino, debido a la gran distancia en que se encuentra del litoral y, la altura del lugar. Desde ese punto el observador tiene la impresión de estar mirando al vacío desde un globo aerostático. Se adivina, pero no se distingue. Cuando alcanzamos más tarde el Páramo de Guaniani, entre Loja y Guancabamba, donde perduran las ruinas de muchos edificios incaicos, los conductores de las bestias de carga nos anunciaron con seguridad que más allá de la planicie, más allá de las depresiones de Piura y, Lambaje que veríamos el mar, pero una densa niebla se cernía sobre el llano y el lejano litoral. Sólo alcanzamos a divisar masas rocosas de variadas formas que por momentos se esfuman. Se alzaban cual islas sobre el ondulante mar de brumas; un panorama similar al que se nos ofreció desde el pico de Tenerife. Nuestra expectativa se vio igualmente defraudada al llegar al paso andino de Guancamarca, cuyo cruce relataré aquí. Tantas veces como ascendimos un tramo al cabo de una hora hacia las formidables crestas de la montaña, espoleados por tensa expectativa, los guías no del todo familiarizados con el camino, nos prometían que nuestro anhelo se vería satisfecho. Por momentos, la capa de niebla que nos envolvía parecía abrirse, pero pronto el círculo visual quedaba restringido de nuevo por hostiles elevaciones.

La añoranza que se siente por ver determinados objetos no depende sólo de sus dimensiones, de su belleza o de su importancia.

 
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