https://www.elaleph.com Vista previa del libro "De Cajamarca al Pacífico" de Alexander von Humboldt (página 2) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Miércoles 30 de abril de 2025
  Home   Biblioteca   Editorial      
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  (2)  3  4 
 

En la capilla de la prisión municipal, construida sobre las ruinas del palacio inca, se muestra a los crédulos horrorizados la piedra den la cual aparecen "manchas de sangre imborrables". Se trata de una losa muy fina de unos cuatro metros de largo emplazada frente Sal altar, cortada quizá en las canteras de pórfido o traquita de los alrededores. No está permitido realizar un examen exacto de la piedra mediante fracturas. Las tres o cuatro manchas en cuestión parecen provenir de una concentración de hornblenda o anfíbol en la masa básica de la roca. A pesar de haber visitado Perú cien años después de la toma de Cajamarca, el licenciado Fernando Montesinos difundió la fábula según la cual Atahualpa habría sido decapitado en la prisión y en el lugar de la ejecución habrían quedado las huellas de su sangre. Lo que es indiscutible y ha sido corroborado por muchos testigos oculares es que el Inca engañado, aceptó voluntariamente ser bautizado con el nombre de Juan de Atahualpa por su fanático e infante perseguidor, el monje dominico Vicente de Valverde, para evitar ser quemado vivo en la hoguera.

Su ejecución se realizó a cielo abierto, públicamente y en el garrote por estrangulación. Otra leyenda dice que sobre la piedra donde se consumó la ejecución se erigió una capilla y debajo de ella descansa el cuerpo de Atahualpa. Quedarían entonces sin explicación las manchas de sangre. Sin embargo, el cadáver jamás yació bajo esa piedra. Después de una misa de difuntos y solemnes honras fúnebres a las que asistieron los hermanos Pizarro con ropas de luto, fue enterrado en el cementerio del Convento de San Francisco y más tarde trasladado a Quito, ciudad natal de Atahualpa. Este traslado se hizo atendiendo a la última voluntad del Inca agonizante. Impulsado por su astucia y sus ambiciones políticas, el enemigo personal del Inca, el desalmado Rumiñaui (rumi=piedra; ñaui=ojo, en quechua) llamado así a raíz de tener un ojo desfigurado por una verruga, organizó en Quito un entierro solemne.

En Cajamarca, entre los tristes restos arquitectónicos de un antiguo esplendor desaparecido viven los descendientes del monarca.

Es la familia de Astorpilco, el cacique indio o curaca según el idioma quechua. Esta familia vive en una gran pobreza, pero sin penurias, sin quejas, llena de resignación en una dura e inocente fatalidad. En Cajarnarca, nadie pone en duda su descendencia de Atahualpa por línea materna, pero los vestigios de barba indican una posible mezcla con sangre española. Huáscar y Atahualpa, los dos hijos de Huayna Capac, algo liberal para ser el gran hijo del Sol, que reinaba en tiempos de la irrupción de los españoles, no dejaron hijos reconocidos. Atahualpa hizo prisionero a Huáscar en las planicies de Quipanpan y poco después lo mandó matar en secreto. De los otros dos hermanos de Atahualpa, del Toparca a quien Pizarro hizo coronar inca en otoño de 1533 y de Manco Capac, el más emprendedor, coronado también pero luego declarado en rebeldía, no se conocen descendientes varones. Atahualpa dejó un hijo que en su bautismo recibió el nombre de don Francisco y murió muy joven y una hija, doña Angelina, con la cual Francisco Pizarro convivió y tuvo un hijo muy caro a sus sentimientos, el nieto del ajusticiado soberano. Fuera de la familia de Astorpílco, con la cual tuve contacto en Cajamarca, eran considerados en aquel tiempo parientes de la dinastía incaica los Carguaraicos y los Titu-Buscamayta. Pero esta última familia se ha extinguido ya.

En su gran indignación, el hijo del cacique Astorpilco, un joven amable de unos diecisiete años que me acompañó a reconocer las ruinas del viejo palacio, había llenado su fantasía con las imágenes de la magnificencia subterránea y los tesoros en oro cubiertos por las montañas de escombros sobre las que deambulamos. Me hizo el relato de uno de sus antepasados que vendó los ojos a su esposa y la condujo a través de muchos vericuetos, tallados en la roca hasta los jardines subterráneos del loca. La mujer pudo admirar allí artísticas imitaciones de árboles del oro más rico, con su fronda y sus frutos, pájaros posados en sus ramas y la muy buscada silla de mano (una de las andas) de Atahualpa. El hombre prohibió a su esposa tocar riada de aquella obra de maravilla, pues no había llegado aún la hora anunciada desde hacía mucho tiempo, la de la restauración del imperio incaico. Quien se apropiara el tesoro antes de ese momento, debería morir esa misma noche. Estos sueños y fantasías doradas del muchacho se basaban en recuerdos y tradiciones de la prehistoria. La magnificencia y el lujo de los jardines artificiales (jardines o huertas de oro) fue descripta por muchos testigos oculares: Cieza de León, Sarmiento, Garcilaso y otros cronistas anteriores a la época de la Conquista. Se los ha encontrado bajo el Teniplo, del Sol en Cuzco, en Cajamarca, en el encantador valle de Jucay, uno de los lugares de residencia predilectos de la familia imperial. Cuando las huertas de oro no eran subterráneas, alternaban con las imitaciones plantas verdaderas. Entre las primeras se citan siempre como las mejor logradas las plantas de maíz con sus mazorcas.

La confianza enfertiliza con la que el joven Astorpilco declaraba que bajo mis plantas, algo a, la derecha del lugar donde me encontraba, una datura de grandes flores, y un guanto artificial modelado con alambres y chapas de oro, cubría con sus ramas el sillón de descanso del Inca, me causó una profunda aunque sombría impresión. La ilusión y las imágenes etéreas vuelven a ser aquí un consuelo respecto a las grandes necesidades y los pesares terrenales. Pregunté al muchacho -¿Dado que tu padre y tú creéis tan firmemente en la existencia de estos jardines, no sentís a veces el deseo de desenterrar esos tesoros para subsanar vuestra pobreza. La respuesta del adolescente fue tan simple, tan llena de esa expresión de callada resignación, típica de la raza de los Primitivos habitantes del país, que no pude menos que anotarla en castellano en mi diario: -No nos vienen tales antojos. Padre dice que fuese pecado. Si nos apoderáramos de todas las ramas doradas junto con sus dorados frutos, los vecinos blancos nos odiarían y perjudicarían. Poseemos un pequeño y buen trigo". Pocos lectores censurarán, a ni¡ juicio, que recuerde aquí las palabras del joven Astorpilco y sus doradas fantasías.

 
Páginas 1  (2)  3  4 
 
 
Consiga De Cajamarca al Pacífico de Alexander von Humboldt en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
De Cajamarca al Pacífico de Alexander von Humboldt   De Cajamarca al Pacífico
de Alexander von Humboldt

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2025 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com