Había caído la tarde mientras tanto; la multitud
se alejaba lentamente por el ancho dique que unía la isla de Ortigia con
el resto de la ciudad; seguía brillando el Pegaso en aquellas
semitinieblas y llenaba con sus azules olas toda la extensión de ambos
puertos. Entonces, en la punta extrema de la isla, allí mismo donde, en
una gruta cerrada por un pórtico infranqueable, brotaba la fuente de
Aretusa, aparecieron unas formas blancas: unas tras otras fueron a colocarse
bajo el pórtico y allí se mantuvieron inmóviles ante las
olas. El arco de la luna, que de pronto se recortó en el cielo, vino a
agregar su blancura a la blancura de aquellas apariciones. Eran éstas
ocho, de igual estatura, ocho siluetas femeninas, vaporosas y ligeras como
fantasmas.
Cubría su rostro un velo de lino y seguía la
purísima línea de sus cuerpos una larga estola de flexibles
pliegues. Cogidas de las manos, y todas a una, salmodiaron un himno cuyas
palabras fueron desgranándose como perlas en medio del murmullo de las
aguas.
Eran éstas las Vírgenes de Siracusa, la custodia de su
libertad, las santas sacerdotisas de Artemis, aquellas de quienes se ha dicho
que «nadie tendrá derecho a contemplar su frente descubierta, ni a
tocar la orla de su cintura».