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Ahora bien, por encima de Siracusa, entre la isla de Ortigia, cuna primera de la ciudad, y la inmensa llanura triangular por la que se iba desplegando la población, por encima de la ciudadela misma y del dique que unía la isla con la tierra firme, brilló, en la claridad del mes de las espigas, el Pegaso de oro de Corinto y Siracusa, el símbolo eterno de las fuentes y de la idea aérea, el hijo de Poseidón y de la Gorgona, cuya purpúrea sangre se mezcló con el acre veneno de las ondas, el que sin cesar arrebata a los hombres con su impaciente vuelo, para hacerles tocar las cimas de la poesía y de lo irreal. - Brillaba Pegaso sobre la frente de los seiscientos mil siracusanos allí reunidos. Formaba él solo el alma doria, que en él se encarnaba. Su boca impaciente, que nunca había soportado el freno, espumaba con espuma tan blanca como la del mar; arqueábanse sus piernas nerviosas, de centelleantes cascos, ávidas de surcar el infinito; y sus alas abiertas, como las velas de una galera henchidas por el viento, adornaban su grupa vibrante de deseo. Cerníase sobra La ciudad gloriosa, sobre sus teatros, sus templos y sus pórticos. Recibían sus rayos espléndidos la Acradine, con sus innumerables tejados blancos: Tiqué, donde dormían bajo los ondulantes lentiscos las casas de los ricos; las Epipolis, acorazadas con sus formidables murallas, y por último, Ortigia, la que cada da día embellecía Hierón con nuevas munificencias. Allá lejos, en el campo, hasta la línea azul de las colinas de Timbris y las caras que crecían a orillas del Anapo y de la misteriosa fuente de Ciane, repercutía aún aquel esplendor: a los cuatro puntos del horizonte, como una estrella en la frente de la ciudad, indómito y valeroso, brillaba Pegaso.

 
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de Jean Bertheroy

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