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Pero ahora estaban fijas todas las miradas en la Nave-teatro, donde acababan de desarrollarse las escenas de la Iliada. Pesaba un gran silencio sobre la opresión de todos los pechos: evocábase la victoria suprema de Aquiles, cual un fresco gigantesco, en el arco sombrío del mar, y todos sentían despertarse en su corazón un ansia secreta de heroísmo. Pero Siracusa, no necesitaba ya los brazos de sus hijos. Tras una lucha secular contra Roma y Cartago, volvía a florecer en paz, al abrigo ya de las espadas latinas ó africanas. A Hierón se debía aquel milagro de haberla sostenido así durante setenta años, permitiéndole poco a poco librarse de pesados tributos. Y aquel hombre, que llevaba el título de tirano había renovado para Siracusa los más hermosos días de la República primitiva.

Concluyó la función. La Nave-teatro, cuyas luces acababan de apagarse, no era ya sino una masa confusa en medio de la sombra: entonces estallaron de repente las aclamaciones, dirigidas hacia el palacio suntuoso y claro, desde cuya azotea había seguido Hierón el espectáculo. Erguíase el anciano en medio de la majestad de sus cabellos blancos. No parecían pesarle más sus ochenta y seis años que la corona de asfódelos en la frente de un dios. Y sonreía a su pueblo que le manifestaba tanta gratitud. Oyéronse largo tiempo aún las aclamaciones: «¡Viva Hierón! ¡Viva el buen tirano! ». Bien se le perdonaba que fuese hijo de una esclava, puesto que había sido el padre de la libertad. Extendíanse hacia él brazos agradecidos; arrojábanle besos las mujeres y un adolescente, encaramado en lo alto de una columna, gritó más fuerte que nadie: «¡Viva Hierón! ¡Viva el buen tirano!» Y agregó, bajando la voz: «¡Ojalá se le parezcan sus hijos!»-pero estas palabras se perdieron en medio de la general exaltación.

 
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Las Vírgenes de Siracusa de Jean Bertheroy   Las Vírgenes de Siracusa
de Jean Bertheroy

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