Mecíase la Nave-teatro sobre las argentadas olas del mar
de Sicilia... Bastante cerca de la orilla, para que la multitud pudiese abrazar
con la mirada todos los detalles de la epopeya, surgía en su
espléndida gloria, ante el doble puerto de la ciudad, frente al palacio
de los reyes. Y era el mismo Rey, el «buen tirano» Hierón II,
quien la había hecho construir y amarrar allí para regocijo de su
pueblo, para que siguiese vivido en todos los corazones el amor a las leyendas
sagradas, y para que todos pudiesen llenar sus ojos y sus oídos con la
helénica belleza.
Por lo demás, ningún otro marco hubiese podido
adaptarse mejor a las maravillosas hazañas de los héroes. Sobre la
cubierta del barco crecían las siluetas de los cómicos y
parecían subir a las nubes. El ardiente Aquiles, su cautiva Briseis y
Agamenón, el de la frente de bronce, se movían entre el
resplandeciente arco del mar y el orbe luminoso del cielo. Adquirían
así sus gestos virtud más sublime, mientras que las
armonías del coro se unían con el cadencioso rumor de las olas y
el soplo ruidoso del Poseidón.