Anciano, ¿qué te ha traído aquí? Somos compañeros en la desgracia. ¿Quieres que te dé la libertad?
Clavó en mí su mirada un momento e inclinándose luego hacia adelante hasta que sus labios casi tocaban mi cara, murmuró:
Este es el infierno, ¿no lo sabéis? ¿Cómo vais a salir de él? Mira y con el dedo señaló por encima de mis hombros.
Pobre viejo, has perdido el sentido dije.
Nada me contestó, pero volvió a caer de cara al suelo. Al momento vi al lado mío a una mujer cubierta toda ella de plumas como yo, que se quedó mirándome con expresión de asombro y temor pintados en su rostro. Cuando yo di vuelta lanzó un grito agudo; alcé el arma, pero ella huyó hasta ponerse fuera de mi alcance. El anciano levantó la cabeza otra vez y me miré y luego señaló hacia la puerta por la cual había yo entrado. En el mismo instante tan aguda y rabiosa gritería resonó en el extremo de la pieza, que lleno de repentino terror me volví y me escapé.
Antes de que llegara yo a la puerta, una muchedumbre de mujeres aladas se me puso por delante; todas me miraban con rostros pálidos y furiosos; pero la gritería que oía detrás de mí se acercaba; no había otro medio de huir, y me precipité sobre ellas hiriéndolas furiosamente con mi espadín. Vi claramente caer a una mujer atravesada por mi arma y tres o cuatro más cayeron por el choque de mi cuerpo. Pasé por encima de ellas, di un salto y me eché a volar. Los agudos gritos de cólera no tardaron en extinguirse; yo me hallaba a grande altura dirigiéndome velozmente hacia el grupo de las siete estrellas, En este vuelo hacia mi morada me encontraba solo en el espacio; no encontré una forma oscura alada, ni rompió el silencio profundo ningún ruido. En un par de horas me encontré en mi distrito y ~i debajo el Verro reflejar la pálida luz de la luna.
Llegué a mi casa y entré en mi tranquilo aposento, donde todavía ardía sobre la mesa de tocador la vela que Rosaura había dejado allí. Entonces empecé a sentir una terrible excitación, pues a cada instante esperaba la llegada de mí mujer. Lo dispuse todo con cautela como ella lo había dejado. Me olvidé por un momento de las alas y las plumas que me cubrían. ¡Justo cielo! ¿Cómo deshacerme de ellas? Procuré arrancarme las plumas con las manos, pero las tenla profundamente enterradas en las carnes. Quizá desaparezcan por si cuando rompa el alba. La noche empezaba a decaer; con la agonía del miedo me escondí debajo de la ropa de cama. Mi desesperado valor me abandonaba; yo estaba enteramente a la merced de Rosaura, y sin duda iba a saciar en mí su sed de espantosa venganza. En tan miserable estado pasé otra hora; pero ella no llegaba, y mi terror y mi angustia crecían por momentos hasta que ya casi no pude aguantar más. De pronto oí ruido de alas; y al rato los cautelosos pasos de varias personasen la pieza que estaba junto a la mía. Luego oí voces que hablaban muy quedo.
Dejadme sola ya, hermana dijo una.
Sí, hermana replicó otra; pero, mira que es tarde; anda pronto, y si no puedes ocultarlo, di que fue un accidente un sueño que él lo hizo... cualquier cosa, con tal de que te salves.
Luego, el silencio.
Abrióse la puerta lentamente. Un sudor de terror me bañaba la frente. Cerré los ojos. Iba a levantarme aturdido y a entregarme inmediatamente a la merced de mi esposa. Volví a mirar y la vi en el cuarto con cara color ceniza, le temblaban las piernas, y la sangre le salía del pecho. Se sentó tambaleándose, respiraba con dificultad; con trémulas manos volvió a abrir la cajita de ébano y sacó de ella otro tarrito de barro. Sacó un poco de ungüento y se frotó el cuerpo. Se pasé suavemente las manos desde, los hombros hacia abajo, y las plumas desaparecieron, pero la sangre continuaba saliendo de su herido pecho. Tomó un vestido que tenía al lado y procuró cubrirse. El horror y la alucinación que se habían apoderado de mi alma, hicieron que me olvidara de todo. Me había sentado en el lecho y la miraba fijamente con ojos de espanto, cuando ella dirigió su vista hacia mí. Dio un salto de su asiento lanzando un terrible grito, luego cayó de espaldas al suelo, suspirando. Por algún tiempo no me atreví a acercarme a ella; luego oí que golpeaban la puerta y que mis criados llamaban. Corrí a la puerta y la cerré con llave.
Vayan ustedes a acostarse grité; la señora ha tenido una pesadilla, no hay más.
Los criados se retiraron. Inmediatamente me unté el cuerpo con la pomada del segundo tarro, y volví a mi estado anterior. Examiné a Rosaura y vi que estaba muerta. Era horrible la muerte que tuvo; pero no por eso sentí compasión ni remordimiento, aunque estaba convencido de que mi propia mano le había infligido la herida mortal. Me vestí y me senté para meditar sobre mi situación. Hacía tiempo que había amanecido, y el sol que penetraba en aquella pieza me recordó la necesidad de ponerme en acción. A mis pies yacía mi mujer; una expresión de horror y de angustia le desfiguraba el rostro todavía, la sangre seguía saliéndole lentamente del pecho herido; pero era mi desesperación tan grande que me impedía tomar una resolución. ¿Qué diría el mundo cuando llegara a ver aquel aposento manchado de sangre? ¿Huiría de la suerte que me esperaba como asesino? Era ya tarde; además mi huída me proclamaría culpable en seguida y yo no era culpable. Me prenderían y me darían una horrible muerte. ¿No seria mejor decir la pura verdad, contestar al ser interrogado?
Soy culpable, y no lo soy; y contar después las maravillosas circunstancias. ¿Creerían esta historia? Quizá, pero de nada me serviría. La acusación pues me formarían seguramente un proceso por asesinato diría que era buena mi invención y que estaba muy versado en leyendas y supersticiones, y ningún juez tendría valor para absolverme.
Seguía sentado, incapaz de decidir nada, cuando oí hablar formalmente, pasos que se acercaban con rapidez, y luego que llamaba recio a la puerta. Era mi suegro que venía a sorprendernos con una visita matinal. Reconocí su voz, aunque estaba lleno de alarma, pues ya le habían dicho los criados lo que habían oído. Iba a ponerme de pie para abrir, pues era imposible ocultarme ya, cuando cedió la frágil cerradura y la puerta se abrió de par en par. Roldán entró, miré horrorizado unos momentos, mientras que los criados que entraron detrás de él dejaban escapar grandes exclamaciones.
¡Rosaura, hija querida! exclamó el anciano por fin. ¡Muerta, asesinada! ¡Explica esto, Pelino, por Dios, explícate!
Le diré que en un acceso de cólera se dio una puñalada, pensé; inmediatamente comprendí que no convenía, pues jamás vio nadie encolerizada a Rosaura. Roldán observó mi vacilación.
¡Asesino! gritó, dando un salto hacia adelante y asiéndome fuertemente por un brazo. Se apoderé súbitamente de mí una rabia irresistible y olvidé toda prudencia. Me puse de pie y lo alejé de mí, sacudiéndolo violentamente.
¡Atrás! exclamé. ¡Sepa usted, viejo chocho miserable, que esta es su obra! Cuando conseguí escaparme de las astucias de su odiosa hija, ¿quién sino usted me arrastró otra vez a su lado? ¡Maldito sea el día en que lo vi a usted por primera vez, y a este monstruo infernal de hermosa careta! ¡Este es el resultado de su mediación!
Estas frenéticas palabras me destruían, pues equivalían a una confesión de culpabilidad. Agobiado por la desesperación, me dejé caer de nuevo en mi asiento. Roldán retrocedió hasta la puerta, mandó precipitadamente a un criado en busca del alcalde, y tomó sus medidas para que yo no fuera a escaparme.
No tardó en llegar el alcalde; fui formalmente acusado y enviado a Buenos Aires; siguió el proceso y la sentencia. No se omitió nada de cuanto podía decirse en mi defensa, pero todo fue en vano. Si en el momento oportuno hubiese yo fingido un pesar que no sentía, hubiese contado la historia que mi abogado inventó después para explicar la muerte de Rosaura, me hubiera salvado. Pero después de la conducta que observé para con mi suegro, cuando entró en el aposento ensangrentado, de nada podía servirme. Yo no espero que nada se interponga entre mí y el banquillo fatal.
Dentro de poco mi familia conocerá mi suerte, y esto es para mí una grande amargura; para mi familia escribo esta relación; cuando la lean se convencerán los míos de que no soy un asesino. Accidentalmente le planté el talón encima a una víbora ponzoñosa, y la aplasté tal es el crimen que he cometido.
Es duro morir tan joven, pero la vida no tendría para mí los atractivos que en otros tiempos tenía. Algunas veces, no pudiendo pegar los ojos por la noche, me pongo a pensar en las grandes llanuras, hasta que casi me imagino oír los lejanos mugidos del ganado, el vespertino canto de la perdiz; acabo siempre por derramar abundantes lágrimas. Sería muy triste vivir lejos de la dulce vida que yo conocía, errar entre extranjeros en remotas tierras, perseguido siempre por el recuerdo de la terrible tragedia.
Se lo he contado todo a mi confesor; la extraña expresión de su cara me dice que no me cree del todo, y piensa quizá que en el último momento le voy a declarar que todo ha sido una pura invención. Cuando yo esté en el banquillo, con los ojos vendados; cuando los fusiles estén apuntándome al pecho, y tenga que retirarse de mi lado, entonces sabrá que no le he dicho más que la verdad; ¿pues quién ha de querer morir con el peso de un gran crimen sobre el alma?
Que para hacerme justicia escriba mi confesor aquí, al final de esta confesión, antes de mandarla a mi desdichado padre, que está en Portugal, si él cree que he dicho la verdad.