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La bruja se excitó de una manera extraña al oír mis palabras; dio un salto batiendo las palmas, luego soltó una carcajada tan estridente y sobrehumana que se me heló la sangre en las venas y los cabellos se me pusieron de punta. Finalmente, se acurrucó en el suelo, murmurando con hórrida expresión de maldad satisfecha en sus ojos:

¡Ah, hermana mía o! que decía entre dientes; ah, ojos brillantes, dulces labios, por vuestra culpa me echaron y los que me conocían y me obedecían antes de que nacieras tú, hoy me abandonan y me desprecian! ¡Miserables! ¡Qué tontos son! Mira lo que has hecho; de esto ha de salir algo, algo bueno para mí, es seguro. Fue siempre audaz la chica, ahora empieza a abandonarse.

Siguió por algún tiempo hablando en ese tono, soltando de vez en cuando una carcajada sarcástica. Mucho me inquietaban sus palabras; y también ella, una vez calmada su excitación, parecía tener intranquilo el espíritu, y de vez en cuando echaba una ávida mirada con disimulo a la gran moneda amarilla que yo tenía en la mano.

Al fin se levantó, y tomando un crucifijo de madera que estaba colgado en fa pared, se acercó a mí.

Hijo mío me dijo, conozco todas tus aflicciones y sé que van a aumentar. Sin embargo, no puedo rechazar el socorro que el ciclo en su infinita misericordia envía a esta anciana y desvalida. Arrodíllate, hijo mío, y jura por esta cruz que aunque te suceda lo que te sucediere no descubrirás jamás está visita, ni pronunciarás mi nombre delante de esa infame despreciadora de sus superiores, esa víbora maldita de linda cara. ¿Pero qué digo? Soy vieja, hijo mío, muy vieja, y mis sentidos se extravían. Me refería a tu dulce esposa, a ese ángel divino, a Rosaura; jura que ella no sabrá nunca que has venido a verme, pues para ti ella es tierna, buena, hermosa, y para todos es buena, sólo para mí, mujer desgraciada, es más amarga que la cicuta, más cruel que un cuervo hambriento. Me hinqué de rodillas y pronuncié el juramento que me pedía.

Véte ahora me dijo y vuelve antes de la puesta del sol.

Cuando volví a la choza, la anciana me dio un manojo de hojas recién cortadas, parecía, y precipitadamente secadas al fuego. Toma éstas me dijo y guárdalas donde nadie las vea. Todas las noches, antes de retirarte, masca bien un par de ellas y trágalas.

¿Alejarán el sueño? le pregunté.

No, no dijo la bruja, con una risita al tomar la onza: No te impedirán dormir siempre que no haya ruido. Cuando huelas la flor de pesadilla ten cuidado de no abrir los ojos, y tendrás extraños sueños.

Me estremecieron sus palabras y me marché a casa. Observé sus instrucciones, y todas las noches después de haber mascado las hojas me sentía muy despabilado; sin calentura, más con los sentidos claros y aguzados. Esto duraba un par de horas, luego me quedaba tranquilo hasta por la mañana.

En la cabecera de la cama, sobre una mesita, había un crucifijo de ébano con un Cristo de oro clavado, y Rosaura tenía por costumbre todas las noches arrodillarse delante de él después de desvertirse para rezar sus oraciones. Una noche, quince días próximamente después de haber visto yo a Salomé, estando acostado con los ojos parcialmente cerrados, vi a Rasaura que miraba con frecuencia hacia mí. Se levantó y caminando furtivamente se desnudó, luego vino y se arrodilló cerca de la cama como tenía por costumbre. Poco después puso una mano suavemente sobre la mía y dijo muy quedito:

¿Duermes, Pelino?

No recibiendo contestación levantó la otra mano, en que tenía un frasquito, lo destapó e inmediatamente se llenó el aposento M fuerte olor de la flor de pesadilla. Se inclinó sobre mí, me acercó el frasco a la nariz, luego me echó unas cuantas gotas en los labios y se alejó lanzando un gran suspiro de alivio. La droga no produjo ningún efecto en mí; por el contrario me sentí muy despierto y observé sus más leves movimientos mientras que exteriormente yo estaba tranquilo y como sumido en profundo sueño.

Rosaura se retiró a un asiento cerca de la mesa de tocador a alguna distancia de la cama. Sonrióse y parecía estar muy satisfecha. Luego abrió la cajitta de ébano de que ya he hablado, sacó de ella un tarrito de barro y lo colocó sobre la mesa. Súbitamente oí un ruido semejante al sonido de grandes alas; luego me pareció que bajaban del techo unos seres extraños; temblaron las paredes y oí voces que decían: hermana, hermana. Rosaura se levantó y se quitó la bata, luego sacando ungüentos del tarro los extendió en las palmas de las manos, los pasó rápidamente por todo el cuerpo, por los brazos y las piernas, suprimiendo únicamente la cara. Al instante se cubrió de plumas de color de pizarra, en la cara únicamente no tenía plumas; al mismo tiempo le salieron de los hombros alas que se agitaban incesantemente. Salió precipitadamente, cerrando la puerta después; otra vez temblaron las paredes o parecieron temblar; oí el ruido de alas y junto con él agudas carcajadas, luego todo se tranquilizó. Al fin, lleno de asombro y de horror me olvidé de mí mismo y la miré fijamente con los ojos desencajados; pero en su precipitación salió sin dirigirme una mirada.

Desde mi entrevista con la curandera, la sospecha de que ya existía en mi mente de que mi mujer era uno de esos seres aborrecidos que poseen sabidurías sobrehumanas, que reservan y emplean sin duda para fines perversos, se había convertido en convicción. Y ahora que hube satisfecha la peligrosa curiosidad que me había animado, que habla visto a mi mujer emplear las odiosas artes ocultas, ¡qué había yo de hacer! No paró ahí mi curiosidad y para inspirarme a obrar más, el odio que yo había abrigado en secreto hacía largo tiempo, se convirtió instantáneamente en un amargo y ardiente. deseo de vengarme de la mujer que había unido al mío su maldito destino.

Yo estaba desesperado y sin temor y ansiaba por estar de pie y en. acción. De pronto se me ocurrió un extraño pensa, miento y dando un salto de la cama me saqué bruscamente la camisa y empecé a frotarme el cuerpo con el ungüento. Produjo en mí su misterioso efecto: instantáneamente me cubrí de azuladas plumas y sentí que tenía alas en los hombros. Pensé que quizá mi alma debía estar en el mismo estado que las de esos seres aborrecidos. Pero esta idea apenas me turbó, pues la ira me había enloquecido. Tornando un espadín estaba colgado en la pared, salí. La luna brillaba en el firmamento y la noche estaba casi tan clara como el día. Me sentía extrañamente ligero al caminar y apenas podía conservar los pies en el suelo. Levanté las alas y me elevé sin esfuerzo aparente a una gran altura por los aires. Sentí junto a mí una estridente carcajada, luego pasó por mi lado un ser alado como yo, con una velocidad comparada con la cual es lento el vuelo del halcón. Seguí y el aire tranquilo de la noche me azotaba el rostro cual si fuera un fuerte ventarrón. Eché una mirada hacia atrás para ver el Verro que parecía a aquella distancia un hilo de plata. Detrás de mí en el firmamento septentrional brillaba el grupo de las siete estrellas, pues volábamos hacia las nubes magallánicas. Pasamos por sobre vastas pampas desiertas, anchos ríos y cadenas de montañas de que nunca había oído yo hablar. Mi guía se desvaneció pero yo seguí adelante; las mismas estrellas brillaban ante mis ojos. De vez en cuando oía agudas carcajadas y oscuras formas pasaban como flechas por junto a mi. Entonces observé que descendían hacia la tierra lejana. Debajo de mí había un ancho lago y en su centro una isla, sus márgenes estaban cubiertas por espesos bosques de grandes árboles; pero el interior era una elevada llanura estéril y desolada. A ésta descendieron las aladas formas y yo con ellas sin soltar de la espada desnuda.

Bajé en medio de una ciudad rodeada por una muralla. Todo era oscuridad y silencio y las casas eran de piedras y vastísimas, cada una de las cuales estaba separada de las demás y rodeada por un ancho muro de piedra. La vista de estos grandes y tristes edificios, obra de otros tiempos, llenó mi alma de pavor y por un momento alejó de mí el recuerdo de Rosaura. Pero no me sentí sorprendido. Desde mi infancia me habían enseñado a creer en la existencia de aquella ciudad amada, buscada en vano, del desierto, fundada hace siglos por el obispo de Placencia y sus colonos misioneros; pero probablemente ya no era la habitación de cristianos. Lo que de ella no cuenta la historia, las cien tradiciones que yo había oído, la suerte de las expediciones que se habían enviado para descubrirla, y el horror que las tribus indias manifestaban a su respecto, todo parecía indicar que sobre ella descansaba algún poderoso influjo de una naturaleza sobrenatural y maligna. Los mismos elementos parecen haber pactado entre sí para protegerla de la curiosidad, si algún fundamento tiene la creencia popular de que al acercarse los hombres blancos tiembla la tierra, las aguas del lago se elevan en enormes olas que cubren las márgenes con encolerizadas espumas, en tanto que el firmamento se oscurece y los relámpagos revelan gigantescas formas en las nubes El explorador se aleja aterrorizado de tan mala región llamada por los indios Trapalanda.

Permanecí tranquilo algunos momentos en una calle ancha y silenciosa; pero muy pronto divisé una muchedumbre de gente alada que se dirigía precipitadamente hacia mi charlando y riendo y para evitarla, me escondí en la sombra de una vasta entrada abovedada de uno de los edificios. Al poco rato entraron y pasaron al interior del edificio sin verme. Recobré el valor y los seguí a cierta distancia. La galería me condujo en breve. a una vasta pieza, tan larga que parecía una ancha avenida abovedada de piedra.

En torno, todo era oscuridad y soledad, pero en el extremo de la pieza que parecía estar a media milla distante de mí había una gran luz y una muchedumbre de gente. Estaban dando vuelta, bailando aparentemente y gritando y riendo como locos de atar.

El grupo que yo había seguido se había reunido ya probablemente con la muchedumbre, pues yo no lo veía. Las paredes, el piso, el elevado techo abovedado, eran de piedra negra. No había fuegos ni lámparas, pero en las paredes había pintadas figuras de yacarés, de caballos atravesando nubes de polvo, de indios peleando con hombres blancos, serpientes, remolinos de viento, llanuras incendiadas con avestruces que huían de las llamas, y cien cosas más; los hombres y animales estaban dibujados de tamaño natural, y los brillantes colores con que estaban pintados daban una luz fosforescente haciéndolos visibles y derramando una tenue media luz en la pieza. Me adelanté furtivamente con la espada en la mano sin desviarme del centro del piso, donde estaba muy oscuro, encontrándome a una diez varas por lo menos de las pintadas paredes de uno y otro lado. Al fin llegué a donde estaba. acurrucada en el suelo delante de mí una figura negra. Al oír mis pasos se irguió, era un hombre alto con ojos cavernosos que brillaban como luciérnagas y de larga barba blanca qué le llegaba a la cintura. Su único traje era un pedazo de cuero de guanaco atado al cuerpo y su amarillada piel estaba tan inmediatamente pegada sobre sus huesos, que más tenía de esqueleto que de ser viviente. Cuando me hube acercado a él observé que tenía una cadena en los pies, y sintiéndome entonces muy valiente y sin cuidados, compadeciéndome de tan triste objeto, dije:

 
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La confesión de Pelino Viera de Guillermo Enrique Hudson   La confesión de Pelino Viera
de Guillermo Enrique Hudson

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