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Sin embargo, cuando se separó de mí, me quedé sin ánimo. La verdad era que yo amaba a Rosaura, pero me era intolerable la idea de unirme con ella.

Pero, ¿qué había yo de hacer? La alternativa me llenaba de congoja, pues ¿cómo soportar que me despreciara Roldán a quien yo quería mucho, como el más vil de los hombres. No veía el medio de salir de la crítica posición en que me encontraba. Mi espíritu estaba en un espantoso tumulto, y en este estado pasé unos cuantos días con sus noches.

Procuré convencerme de que amaba a Rosaura apasionadamente, como realmente la había amado antes; y de que una vida de grande y duradera felicidad me esperaba, si me casaba con ella. Me la figuraba en mi mente como novia, disfrutaba con la imaginación de su sonrisa constante, de su belleza apasionada, sus mil encantos sin nombre.

¡Todo era en vano! Sólo la imagen de la blanca furia del monte de tala prevalecía con persistencia en mi espíritu, y el corazón se me acongojaba en el pecho.

Al fin, llevado al extremo, resolví probar la verdad de mis sospechas. Nunca me seduciría semejante diablo hasta el punto de tomarlo por esposa, aunque su hermosura superaba a la de un ángel.

Súbitamente se me presentó un medio de salvarme. Le haré una visita a Rosaura, me dije, y le contaré la extraña escena M monte de tala. Su confusión la venderá. Me afligiré, me alarmaré, me pasmaré; descubriré en ella por accidente, en apariencia, a aquel ser odioso. Entonces no se me escapará; la heriré con crueles injurias; su agitación se convertirá en rabia implacable, y nuestro asunto miserable terminará con mutuos insultos. Roldán, ignorando la causa de nuestra querella, no podrá culparme. Habiendo considerado cuidadosamente mis planes, y preparándome para disimular, me encaminé al Espinillo.

Roldán estaba ausente. Dolores me recibió; su hermana, me dijo, estaba lejos de encontrarse bien de salud, y hacía ya muchos días que no salía de su aposento. Dije cuánto lo sentía y le envié un mensaje cariñoso. Me quedé solo una media hora, y experimenté grandísima agitación de espíritu. Iba a pasar quizá por una prueba terrible; pero la felicidad de toda mi vida dependía de mi resolución, y determiné no dejarme influenciar por ningún sentimiento de ternura.

Por fin volvió Dolores acompañando a su hermana, que con paso vacilante vino a mi encuentro. ¡Qué transformación había sufrido su rostro, cuán pálida y macilenta estaba! Y, sin embargo, nunca la había visto yo más linda; la languidez melancólica de la enfermedad, su palidez, su triste mirada, y el tímido cariño con que me miraba, aumentaban mil veces su hermosura. Corrí hacia ella y le torné la mano, sin poder retirar mis miradas de su rostro. Durante unos momentos me permitió que le tuviera la mano, luego la retiró con dulzura. Se le entristecieron los ojos y un velo de indescriptible belleza asomó a su rostro. Cuando Dolores nos dejó solos, yo no podía disimular mis sentimientos, y le reproché con ternura el que me hubiera ocultado su enfermedad. Volvió la cabeza a otro lado y rompió a llorar, derramando un torrente de lágrimas. Le supliqué que me contara el secreto de su dolor.

Si esto es dolor, Pelino me contestó, entonces es muy dulce el padecer. ¡Oh, no sabe usted cuánto lo queremos todos en esta casa! ¿Qué sería de nuestra solitaria vida sin su amistad? Y se hizo usted tan indiferente hacia nosotros que creímos que nos abandonaba para siempre. Yo sabía, Pelino, que nunca le dije una palabra, ni abrigué un pensamiento que pudiera ofenderle, y creía que alguna cruel calumnia le alejaba de nosotros. ¿Será usted siempre nuestro amigo, Pelino; siempre, siempre?

Le contesté estrechándola contra mi pecho, estampándole cien ósculos ardientes en sus dulces labios, y haciéndole al oído mil tiernas promesas de amor eterno. ¡Qué suprema felicidad sentía yo! Consideraba como locura mi estado anterior. ¿Qué desvaríos, qué mentiras inspiradas por algún espíritu maligno, me habían hecho abrigar pensamientos tan crueles sobre aquella mujer preciosa que yo amaba, la criatura más dulce del cielo?

¡Nada; mientras viviera, volvería ya a ponerse entre nosotros!

Poco tiempo después de esta entrevista, nos casamos. Pasamos tres meses felices en Buenos Aires, visitando a los parientes de mi esposa. Luego volvimos a Santa Rosaura y volví a ocuparme en mis manadas y ganado y en los pasatiempos de las pampas.

La vida me era ya más dulce, por la presencia de la mujer que yo idolatraba. Nunca tuvo hombre alguno una esposa bella, ni más consagrada a su marido, y la prontitud, o mejor dicho, el júbilo con que ella abandonó las comodidades y los alegres pasatiempos de la capital para acompañarme a nuestro solitario hogar en la pampa, me llenaba de grata sorpresa.

Así y todo, mi espíritu no recobraba su calma; la delirante felicidad que yo experimentaba no era prenda dé vestir de uso diario, sino un traje lujoso lleno de bordados que pronto perdería su belleza.

Ocho meses habían transcurrido desde mi regreso, cuando examinándome interiormente, como acostumbran a hacerlo los que han tenido el espíritu perturbado, descubrí que ya no era feliz.

Ingrato, tonto, soñador de raros ensueños, ¿qué deseas?" me decía yo, luchando por sobreponerme a la secreta melancolía que me estaba royendo el corazón. ¿Había yo cesado de amar a mi mujer? Ella seguía siendo la misma que mi imaginación se había forjado; su dulce temperamento no conoció jamás una nube; su gracia singular y exquisita belleza no la habían abandonado; la sospecha que yo abrigué en otro tiempo parecía olvidada o sólo se despertaba en mí como el recuerdo de un mal sueño y, con todo, yo no podía decir que amaba a mi compañera. A veces pensaba yo que mi opresión era causada por una secreta enfermedad que me minaba la existencia, pues a la sazón sentía a menudo fuertes dolores de cabeza y laxitud.

No mucho tiempo después de haber empezado a notar estos síntomas que y tenía especial cuidado de ocultar a mi mujer, me desperté una mañana con una sensación triste y angustiosa en el cerebro. Noté que había en el aposento un olor particular, que parecía hacer el aire tan pesado que costaba trabajo respirar; era un olor conocido, pero no de almizcle, ni de alhucema, ni de rosas, ni de ninguno de los perfumes a que tan aficionada era Rosaura, y yo no podía recordar lo que era. Una hora permanecí en la cama sin ganas de levantarme procurando recordar en vano el nombre del olor, y con un vago temor de que empezaba a faltarme la memoria, de que me estaba sumiendo quizá en desesperada imbecilidad.

Unas cuantas semanas después se repetía la misma cosa: el despertar tarde, la opresión,. el ligero olor conocido, en el cuarto. Repitiáse esto mismo una y otra vez. Yo estaba lleno de angustia y mi salud sufría, pero mis sospechas no habían despertado del todo.

Estando ausente Rosaura registré todos los rincones de la habitación. Encontré muchos frascos de esencia, pero el olor que yo buscaba no lo pude encontrar. También encontré una cajita de ébano con incrustaciones de plata, que no pude abrir por no encontrar llave que le viniera bien y no me atrevía a romper la cerradura, pues había empezado ya a tenerle miedo a mi mujer. Mi efímera pasión se había pasado ya totalmente, el odio la había reemplazado: odio y miedo, pues ambos van siempre juntos. Yo disimulaba bien. Me fingía enfermo; cuando ella me besaba, me sonreía yo y la maldecía de todas veras; una serpiente enroscada en el pescuezo me hubiera sido menos desagradable que los abrazos de Rosaura; sin embargo,, yo fingía dormir pacíficamente sobre su pecho.

Un día que salí a caballo, se me cayó el látigo; me apeé para recogerlo y pisé una plantita de verde oscuro, con largas hojas en forma de lanzas, y racimos de flores de un blanco verdoso. Es una planta conocidísima por su fuerte olor narcótico y por el jugo acre y lechoso que da el tallo cuando se estruja.

¡Ésta es! exclamé exaltado. Este es el perfume misterioso que yo buscaba. Esta cosa tan pequeña me hará descubrir otras muy grandes.

Resolví seguir adelante; pero era preciso que obrara con sigilo, corno un hombre que se adelanta para matar a una serpiente venenosa y teme despertarla antes de estar pronto para asestar el golpe.

Tomé una mata de la planta y fui a consultar a un viejo puestero, que vivía en mi propiedad, acerca M nombre de a misma.

Meneé la cabeza éste y me contestó:

La vieja Salomé, la curandera, lo sabe todo. Ella le podrá decir la virtud de cada planta, cura las enfermedades y pronostica muchas cosas.

Repliqué que sentía mucho que supiera tantas cosas, y me volví a casa, resuelto a hacerle una visita.

Cerca de la casa del Espinillo existía un grupo de pequeños ranchos, arrendados por gente muy pobre que Roldán permitía por caridad vivir allí y cuidar unas majadas sin pagar renta. En uno de estos ranchos vivía Salomé, la curandera. Yo había oído hablar de ella a menudo, pues todos sus vecinos, sin exceptuar a mi suegro, profesaban creer en su habilidad; pero yo no la había visto nunca; siempre tuve el mayor desprecio por esa gente ignorante aunque sagaz que se hace pasar por misteriosa y pretende saber mucho más que sus prójimos. En mi confusión, sin embargo, me olvidé de mis prevenciones y me apresuré a ir a consultarla. Al entrar en su choza me sorprendió el reconocer en Salomé a la vieja que yo había visto en el monte de tala a mi llegada al Espinillo. Me senté en la calavera de un caballo asiento único que podía ofrecerme y empecé diciéndole que hacia largo tiempo que la conocía de reputación, pero que deseaba conocerla más íntimamente.

Me dio las gracias secamente.

Hablé de plantas medicinales y sacándome M bolsillo una hoja de la planta de extraño olor que con tal fin llevaba yo encima, le pregunté que cómo se llamaba.

Es la Flor de pesadilla me contestó, y al ver que me estremecía, me miró maliciosamente.

Traté de reírme para apaciguar los nervios.

¡Lástima que a una flor tan bonita le hayan puesto un nombre tan terrible! dije . La flor de pesadilla ... hay que estar loco para llamarla as!. Y me podrá decir quizá por qué se llama así, ¿no es cierto?

Me contestó que nada sabía, y luego añadió encolerizada que yo iba a su casa como quien va a robar sabiduría.

No hay tal le contesté; dígame, madre, todo lo que quiero saber y le daré a usted esto entonces saqué una onza de oro del bolsillo y se la mostré.

Al verla le brillaron los ojos como luciérnagas.

¿Qué es lo que desea saber, hijo mío? me preguntó con ansiedad.

De esta flor sale por la noche un espíritu maligno que me persigue cruelmente repliqué. No quiero huir de él. Déme usted fuerza para resistir, pues me atrofia los sentidos.

 
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La confesión de Pelino Viera de Guillermo Enrique Hudson   La confesión de Pelino Viera
de Guillermo Enrique Hudson

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