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En la actitud que Raffles adopta con respecto a sí mismo hay un residuo de mal du siécle, de byronismo y decadentismo, de disposición satánica y bizantina -para aplicar la terminología que utiliza Mario Praz en La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica- que comparte con el caballero des Esseintes, en A rebours de Huysmans, y con Dorian Gray (o mejor aún, con lord Henry Wotton), en la novela de Oscar Wilde. A semejanza de ellos, se destaca por su refinamiento, morbidez y dandismo. A lo que se suma, por añadidura, la nocturnidad: su existencia se desenvuelve en la iluminación artificial que quiebra secreta o abiertamente las penumbras y contribuye a resaltar el centelleo de las piedras preciosas. Tras su misterioso regreso desde Nápoles, cuando se lo ha dado por muerto y adopta una identidad fingida, este último rasgo se vuelve indispensable; se aventura en una que otra incursión diurna, las que en su mayoría son mencionadas indirectamente en los textos, a través de la información que él mismo proporciona a su memorialista; la principal acción que cumple a la luz del sol es el robo del valiosísimo cáliz, en el Museo Británico; pero el mayor caudal de episodios que se refiere a este período de su existencia tiene lugar en las horas siguientes al crepúsculo vespertino, especialmente alrededor de medianoche, cuando le es permitido rehuir la vigilancia del doctor Theobald y del portero. Por otra parte, tal como sucede con los super-hombres del folletín y la narrativa popular -con el conde de Montecristo y con Enrique de Lagardére-, hay una doble vida; junto al delincuente que por obvias circunstancias opera en la clandestinidad, Raffles asume el papel de otra persona: en los primeros relatos del volumen, es un joven caballero mundano que afirma su prestigio en la práctica de una "vocación paralela", el cricket; en las historias rosteriores, es un anciano procedente de Australia cuya precaria salud le impone una absoluta reclusión. Pero esta morbidez no debe exagerarse, pues la rescata el sentido del humor que caracteriza parejamente al autor de los relatos y a su criatura. Cabe afirmar que la agudeza y mordacidad del héroe están emparentadas con el ingenio de ciertos personajes que Oscar Wilde introduce en sus comedias y, acaso más aún, con Reginald y Clovis, los corrosivos protagonistas-narradores de los cuentos que Saki dio a conocer en los comienzos de nuestro siglo. Al mismo tiempo, Raffles es un clubman y un deportista que se parece notablemente a Phileas Fogg y, por ende, Bunny admite ser equiparado con Passepartout. En tal sentido, hay un retrato inicial en La vuelta al mundo en ochenta días, pleno de gracia e ironía, en que Julio Verne nos da una imagen cabal del individuo que concibió Hornung: Inglés, con toda seguridad, Phileas Fogg no podía ser más que londinense. Nunca se lo había visto en la Bolsa ni en la Banca, ni en ninguno de los despachos de casas comerciales de la City. Ni los diques ni los docks de Londres recibieron jamás un navío que lo tuviera por armador. Este gentleman no figuraba en ningún consejo de administración. Su nombre no había resonado nunca en un colegio de abogados, ni en cl Temple, ni en Lincoln's Inn, ni en Gray's Inn. Nunca pleiteó en el despacho del canciller, ni en la bancada de la reina, ni en Exehequer, ni en los tribunales eclesiásticos. No era industrial, ni negociante, ni comerciante, ni agricultor. No integraba ni la Real Institución de la Gran Bretaña, ni el Colegio de Londres, ni el Instituto de Artesanos, ni el Instituto Literario del Oeste, ni el Instituto de Derecho, ni esa Institución de Artes y Ciencias Reunidas que se halla bajo el patronato de Su Graciosa Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las múltiples asociaciones que pululan en la capital inglesa, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entomológica, fundada con el principal objeto de eliminar los insectos dañinos. Phileas Fogg era miembro del Reform Club y nada más. |
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Siete aventuras de Raffles
de Ernest William Hornung
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