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Esta situación entraña, sin embargo, una curiosa dialéctica. Salvo una que otra observación circunstancial acerca de los desajustes que padece la sociedad, Raffles es un ardiente defensor del establishment, del orden constituido. Es un conformista que no trata de cuestionar el sistema sino de obtener sus beneficios en la medida de lo posible. En algún mo-mento de su argumentación, Orwell acota que el personaje cie Hornung no difiere excesivamente de Julien Sorel, en Rojo y negro; hay mucho de cierto en este juicio: ambos entran en contradicción porque aceptan las reglas del juego y las metas que les impone el contexto social. Raffles no abusa de la hospitalidad, no roba a sus anfitriones, respeta la amistad, excluye hasta donde puede el empleo de violencia contra personas. Por añadidura, es fervorosamente inglés y piensa que su patria es la mejor nación del mundo; acaso es más chauvinista que su contemporáneo Rudyard Kipling, considerado "poeta del imperio". Tiene una adoración ilimitada por la reina Victoria y juzga que los miembros de la fraternidad delictiva debieran tributarle un adecuado homenaje al celebrarse el Jubileo de Diamante de su ascenso al trono. Además, con extremada frecuencia las aventuras de Raffles exhiben una sintomática pizca de xenofobia; sus adversarios suelen ser marinos alemanes, condes italianos, contrabandistas sudafricanos de diamantes o australianos que se han enriquecido con la especulación territorial. Por supuesto, la ambigüedad de la conducta precipita a Raffles en un callejón sin salida; en el último cuento que Hornung dedicó a su personaje, éste muere heroicamente peleando por su país en la guerra anglo-bóer, con lo cual -según los preceptos de la buena sociedad- se rehabilita por completo de sus acciones poco respetables. Lo que Orwell excluye deliberadamente de sus propósitos, en el análisis de Raffles, es destacar el estrecho vínculo que existe entre estas narraciones y la literatura del esteticismo finisecular. Quien ha escrito páginas muy significativas sobre el asunto -si bien ignoró a Hornung en la nómina de autores que abonan su tesis- es Madeleine Cazamian, en su estudio sobre la novela inglesa del período 1880-1900. Especialmente en un extenso pasaje sobre "el hedonismo y el culto de la perversidad", la investigadora mencionada señaló un fenómeno en el que podría inscribirse este tipo de relato. Sus antepasados inmediatos son Walter Pater y Algernon Charles Swinburne, en tanto que entre sus cultores más representativos en la narrativa de 1890 deben incluirse Oscar Wilde, Arthur Machen y R. L. Stevenson. En última instancia, la fuente a la que puede remontarse esta orientación es el famoso ensayo de Thomas de Quincey sobre el asesinato considerado como una de las bellas artes. Se trata de separar la conducta moralmente reprochable de la evaluación puramente estética que merece un acto cuya perpetración se destaca por la euritmia, por un armonioso equilibrio de sus partes constitutivas. Nadie duda -ni siquiera Raffles- de que el robo es un delito; pero hay muchas formas de cometerlo y es posible reivindicarlo en el plano de la imaginación como puro juego, como resultado de un "impulso absolutamente desinteresado", según declara el héroe en su intento de persuadir a Bunny. |
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Siete aventuras de Raffles
de Ernest William Hornung
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