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Al igual que los seres humanos que se mueven en la otra realidad, aquellos que tienen una existencia literaria admiten variadas elucidaciones de sus actos. En el caso particular de Raffles, hay por lo menos dos enfoques casi inevitables: el que apunta a una indagación en términos sociológicos y el que se propone ubicarlo en el contexto esteticista de su época. La primera de estas interpretaciones ha sido cabalmente satisfecha por George Orwell, cuyos certeros juicios bastaría resumir. Raffles y Bunny son parias de la alta clase media que han perdido los privilegios de casta en razón de su inconducta. Si hubieran sido aristócratas, como su adversario lord Ernest Belville, habrían estado a salvo de toda sospecha o amenaza; pero, según puntualiza el mismo Raffles, no son recibidos por la buena sociedad como sus iguales, sino meramente como integrantes de un sector periférico que es admisible en virtud de una excelente educación y de ciertos méritos relevantes: destacarse, por ejemplo, en una actividad deportiva que gozaba de favor en los círculos elegantes, tal como sucedía con el cricket; o sobresalir en el ejercicio de la literatura, según le ocurrió a Oscar Wilde, quien (tal como Bunny) fue a dar con sus huesos a la cárcel por transgredir las normas vigentes y (nuevamente, tal como Bunny) denunció las indebidas humillaciones de la vida penitenciaria.

La falta de medios para mantener el nivel de vida a que estaba habituado por su educación obligó a Raffles a buscar en el delito una fuente de recursos. Los riesgos de una actividad ilegal practicada en la clandestinidad se convirtieron en la única alternativa posible al ostracismo. Para residir en el Albany, para inscribir en la tarjeta de visita el nombre de un club distinguido, inclusive para seguir destacándose en el cricket, resultaba indispensable un ingreso adecuado. Además, Raffles es un bon vivant; una de sus mayores virtudes es la moderación, pero la calidad es su exigencia obligada en materia de comidas y bebidas; tal como sucedería mucho después en las novelas protagonizadas por James Bond, sabemos cuales son sus platos y sus vinos predilectos y qué marca de cigarrillos fuma. Por cierto, para mantener semejante tren se necesita una razonable cantidad de dinero; y si éste no proviene de rentas, debe ser provisto por los joyero de West End, contra su propia voluntad. Pero no basta con romper un escaparate para adueñarse de los diamantes exhibidos. Es un procedimiento burdo que no condice con las maneras de un caballero. El robo se tiene que ejercitar con la misma distinción con que se participa en una cacería del zorro o en una competencia de tenis. Lo contrario supondría perder el respeto que uno se debe a sí mismo.

 
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de Ernest William Hornung

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