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Ella, de regalo sorpresa, contrató un conjunto de jazz que tocó la música que a él le gusta escuchar. Empezaron con algo de Sinatra, y siguieron con Coltrane. Había como siete músicos. De todo. Trompeta, saxo, teclados, bajo, guitarra. Después tocaron algo de Piazzola. Mientras tocaban, él estaba tan atento y tan sonriente. Ella lo abrazaba a la altura de la cintura y apoyaba la cabeza en su hombro. Él le agarraba las dos manos de costado, y seguía el ritmo de la música con el pie. Al final tocaron tango electrónico. Es muy nuevo. Muy bueno. Y ahí él se animó y la sacó a bailar. Ella se resistió. Un poquito. Correcta la actitud. Muy femenina. Cuando todos los aplaudieron, él se desató con unos pasos ridículamente excesivos. Fue el único papelón. Todos nos hicimos los disimulados. Cualquier comentario hubiese sido solamente para empañar tanta perfección. No era necesario. Estábamos jugando, seguimos el juego. Linda gente.

Igual yo no soy una invitada muy noble para este tipo de festejos. Tanto esfuerzo, tanta sonrisa, tanto sushi. Tamaña felicidad incipiente en un lindo jardín una noche de diciembre, con ricos tragos y linda música, me pone muy sensible. Tanta perfección me causa demasiadas sospechas.

La pasé bien. No hay que ser desagradecida. Rica la comida, el novio lindo, precioso el perro, divina la alfombra, un amor tu cuñada.

Se van a pasar las fiestas a Hawai.

Buen viaje Vero. Buena vida.

Domingo 5 de diciembre

El domingo es un buen día para nada. Para pensar y pensar. Y terminar mal enroscada.

 

Quiero escribir para ordenar mi cabeza. Quiero empezar terapia con alguien nuevo. Yo hago un esfuerzo, pongo voluntad. Pero ya no lo aguantaba más. Tanto que me lo habían recomendado. Un buen profesional. Pero me cansó. No es normal que en la mitad de una sesión, le suene el celular con mensajitos de texto, todo el tiempo. La primera vez no me molestó. Debe ser una emergencia, pensé. Y no puedo ser tan egoísta. Lo mío, por suerte, no es una emergencia. Pero yo no sabía si tenía que esperar a que termine de leerlo para seguir hablando y entonces buscaba temas intrascendentes, como para que no se perdiera nada importante. Y para que no se haga un silencio molesto que lo pusiera en evidencia. Para no ponerlo incómodo, pobre. Porque no era solo que los leía. ¡Los contestaba! Él trataba de que yo no me diera cuenta. Hacía lo imposible. Sostenía el celular chiquito con las dos manos y alternaba los pulgares apretando teclas rapidísimo. Para tratar de disimular ponía las manos entre sus muslos. Y me terminó cansando. Mucho esfuerzo: tratar de ordenar mi relato, y ocuparme de no ponerlo incómodo era demasiado. Muy entrecortado todo. Y jugábamos sin tiempo de descuento.

 
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