¿Cómo iba a soportar aquel cambio? Claro que su amiga había ido
a vivir a sólo media milla de distancia de su casa; pero Emma se daba cuenta de
que debía haber una gran diferencia entre una señora Weston que vivía sólo a
media milla de distancia y una señorita Taylor que vivía en la casa; y a pesar
de todas sus cualidades naturales y domésticas corría el gran peligro de
sentirse moralmente sola. Amaba tiernamente a su padre, pero para ella no era
ésta la mejor compañía; los dos no podían sostener ni conversaciones serias ni
en chanza.
El mal de la disparidad de sus edades (y el señor Woodhouse no
se había casado muy joven) se veía considerablemente aumentado por su estado de
salud y sus costumbres; pues, como había estado enfermizo durante toda su vida,
sin desarrollar la menor actividad, ni física ni intelectual, sus costumbres
eran las de un hombre mucho mayor de lo que correspondía a sus años; y aunque
era querido por todos por la bondad de su corazón y lo afable de su carácter, el
talento no era precisamente lo más destacado de su persona.
Su hermana, aunque el matrimonio no la había alejado mucho de
ellos, ya que se había instalado en Londres, a sólo dieciséis millas del lugar,
estaba lo suficientemente lejos como para no poder estar a su lado cada día; y
en Hartfield tenían que hacer frente a muchas largas veladas de octubre y de
noviembre, antes de que la Navidad significase la nueva visita de Isabella, de
su marido y de sus pequeños, que llenaban la casa proporcionándole de nuevo el
placer de su compañía.
En Highbury, la grande y populosa villa, casi una ciudad, a la
que en realidad Hartfield pertenecía, a pesar de sus prados independientes, y de
sus plantíos y de su fama, no vivía nadie de su misma dase. Y por lo tanto los
Woodhouse eran la primera familia del lugar. Todos les consideraban como
superiores. Emma tenía muchas amistades en el pueblo, pues su padre era amable
con todo el mundo, pero nadie que pudiera aceptarse en lugar de la señorita
Taylor, ni siquiera por medio día. Era un triste cambio; y al pensar en ello,
Emma no podía por menos de suspirar y desear imposibles, hasta que su padre
despertaba y era necesario ponerle buena cara. Necesitaba que le levantasen el
ánimo. Era un hombre nervioso, propenso al abatimiento; quería a cualquiera a
quien estuviera acostumbrado, y detestaba separarse de él; odiaba los cambios de
cualquier especie. El matrimonio, como origen de cambios, siempre le era
desagradable; y aún no había asimilado ni mucho menos el matrimonio de su hija,
y siempre hablaba de ella de un modo compasivo, a pesar de que había sido por
completo un matrimonio por amor, cuando se vio obligado a separarse también de
la señorita Taylor; y sus costumbres de plácido egoísmo y su total incapacidad
para suponer que otros podían pensar de modo distinto a él, le predispusieron no
poco a imaginar que la señorita Taylor había cometido un error tan grave para
ellos como para ella misma, y que hubiera sido mucho más feliz de haberse
quedado todo el resto de su vida en Hartfield. Emma sonreía y se esforzaba por
que su charla fuera lo más animada posible, para apartarle de estos
pensamientos; pero a la hora del té, al señor Woodhouse le era imposible no
repetir exactamente lo que ya había dicho al mediodía: