A las primeras señales de que la niña ha salido de la infancia para entrar a su madurez, es aislada de todo trato con los demás moradores de la choza. Durante ese período de transición se la considera impura. La hamaca de la virgen en cierne es quitada de su lugar habitual y tendida en el ángulo más saliente de la cúpula de la choza, donde la pobre queda expuesta al humo que se trata de intensificar en esa ocasión. Los primeros días no se le permite abandonar su hamaca durante el día. Sólo puede hacerlo durante la noche, sentarse junto a un fuego encendido por ella misma y permanecer en vela hasta el amanecer a fin de evitar que le salgan una cantidad de tumores malignos en la garganta, un bocio, etc. Mientras duran los síntomas más agudos y llamativos de la transformación física, es sometida a un severo ayuno, y al cesar éstos puede bajar y ocultarse en un apartado que le habrán preparado entretanto en el rincón más oscuro de la choza. Por la mañana se le permite cocinar su papilla de harina de casada, para lo cual hará su propia olla y un fuego especial. Esa es su única alimentación durante su aislamiento, hasta que al cabo de unos diez días aparece el pan y quita el hechizo a la joven y a todo lo que estuvo en contacto con ella. El brujo sopla sobre la niña y todas las cosas valiosas. Las vasijas y escudillas que ha usado se destruyen y los fragmentos se entierran. Pero aún falta una prueba dolorosa. Durante la noche que sigue a su primer baño debe colocarse sobre una silla o piedra. La madre la azotará con varas finas y no podrá dejar oír un sólo lamento capaz de despertar a los moradores de la choza, algo que sólo haría peligrar su futuro bienestar. La flagelación se repite al presentarse el segundo período menstrual, pero no en los subsiguientes. La doncella puede volver a convivir con sus parientes. Es pura y si estuviera comprometida, el novio aparece al día siguiente y se lleva a su casa a la joven desposada, lo cual no ocurre sino al alcanzar éste la pubertad.
Mientras dura el proceso físico aludido en la mujer -ya sea doncella o casada-, se la considera impura. Por consiguiente, se le prohibe bañarse o ir al bosque porque se expondría a los ataques amorosos de las serpientes.
En un principio, cuando no estaba familiarizado aún con los ritos y costumbres de estos aborígenes, me llamaba la atención que una mujer o una niña tuvieran que permanecer en un escondrijo. Al os dado bajo el techo y al preguntarles qué les ocurría, la respuesta era invariablemente la misma: "Hure-ptiryia-purawanna-yenépé-pupci wanna (estoy enferma, me duele la cabeza)- o -Hure-puriya-purawanna yenépe uyé wanna (estoy enferma me duelen los dientes)".
Entre los Macusi, como ocurre también entre los Varraus y Vaicas, los matrimonios no se consagran mediante ceremonias religiosas. En la mayoría de los casos son convenidos por los respectivos progenitores a una tierna edad, en cuyo caso el mancebo debe servir a los padres de su esposa hasta llegar a la madurez. Sin embargo, este tipo de compromiso no es obligatorio pues llegado el momento de su madurez los novios pueden confirmar su vínculo o bien separarse y elegir otra pareja. Durante el noviazgo, el joven colma a su tierna novia de toda clase de atenciones, le regala perlas y le trae lo mejor de su cacería. Si se convierte en su esposa la lleva hasta el lugar donde piensa asentarse y a partir de ese momento su voluntad será la de ella. Pero antes de llevarse a casa a su mujer, el joven debe someterse a algunas pruebas y dejar demostrado que merece llevar el calificativo de "hombre". Entre estas pruebas, no siempre las mismas, se cuentan talar los árboles que pueblan una determinada parcela y que más tarde le servirá de campo de provisiones, o derribar un gran árbol en un lapso prefijado, etc. Si sale victorioso del examen, habrá demostrado poseer las cualidades de un hombre. Podrá presentarse en las asambleas de los varones y participar en sus consejos. Si no lo logra, deberá someterse a una futura prueba.