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PRÓLOGO

Confieso que en otro tiempo gustaba yo poco de Enrique Heine, considerado como poeta lírico. Nunca dejé de admirar su prosa brillante y cáustica, y siempre le tuve por el primero de los satíricos modernos, pero la delicadeza incomparable de sus canciones o Lieder se me escapaba. A otros habrá acontecido lo mismo, aunque no tengan tanta franqueza como yo para declararlo. Pero el gusto se educa, y no soy yo de los que maldicen y proscriben las formas artísticas que no les son de fácil acceso, o no van bien con nuestra índole y propensiones. Así es que nuevas lecturas de Enrique Heine no sólo me han reconciliado con sus versos, sino que me han convertido en el más ferviente de sus admiradores y el más deseoso de propagar su conocimiento en España. Por lo cual, y aprovechando la ocasión que me presenta mi excelente amigo el Sr. Herrero, al dar a luz, por primera vez en rima castellana, todas las obras poéticas del insigne vate alemán, voy a ponerme bien con mi conciencia y a desagraviar a Heine de antiguas ligerezas mías, que afortunadamente no están escritas en ninguna parte, pero que no dejan de pesarme como si lo estuvieran.

La obra poética de Heine es muy copiosa y variada, aunque las composiciones sean generalmente breves. De aquí nace la dificultad de encerrarlas todas bajo una fórmula y un juicio, y de aprisionar en las redes de la crítica a este Proteo multiforme. Apenas hay afecto del alma moderna que no tenga su eco vibrante en alguna estrofa de Heine; pero son tan rápidas y, por decirlo así, tan etéreas e impalpables las alas de su numen, que, apenas han rozado la superficie de nuestro espíritu, se alejan, dejándonos sólo cierta especie de polvillo sutil, que es cosa imposible reducir al análisis. Por eso yo no entendía al principio a Heine, y ahora que no me empeño en descomponerlo y le torno como es, creo entenderle. Educado yo en la contemplación de la poesía como escultura, he tardado en comprender la poesía como música. Admiré siempre en Heine la perfección insuperable de la frase poética, lo bruñido y sobrio de la expresión, pero casi siempre me parecían sus cantos vacíos de con y tenido y realidad. Y, aun pasando más adelante, me parecían hasta insípidos y vagamente sentimentales, recreándome a lo sumo los rasgos irónicos, que forman, por decirlo así, el elemento másculo de esta poesía.

Conviene que tengamos todos alguna pasi6n literaria por tal o cual poeta determinado. Sin esta pasión no hay calor, y la producción sería imposible. Este autor, objeto de esa devoción familiar, importa poco quién sea: lo único que importa es que pertenezca a la categoría de los ingenios próceres y eminentes. Muchas puertas llevan a la encantada ciudad de la fantasía: no nos empeñemos en cerrar ninguna de ellas, ni en limitar el número de los placeres del espíritu. No es plástica la poesía de Enrique Heine, pero encierra misterios de sentimiento y recónditas armonías, no concedidas a la línea. La misteriosa virtud de esta poesía no penetra por los ojos, pero empapa con tenue rocío el alma. Todo se encuentra en esos versos, pero volatilizado y aeriforme. Cada lector va poniendo a esa música la letra que su estado de ánimo le sugiere. Enrique Heine no hace más que apuntarla, y pasa a tocar con su varita mágica otra cuerda del alma. Pero en esa poesía de filamentos tan tenues ha tramado el maligno encantador una red de ensueños, y de dolores, de cuyas mallas, que a primara vista parece que un niño rompería, no hay corazón humano que se escape, porque todos encuentran allí algún fragmento de su propia historia., ¡Hechizo singular, maravilloso poder el de esas gotas de licor refinadísimo, encerradas en un cristal tan trasparente! Quien con mano distraída abre el libro y empieza a hojear esas composiciones tan sin asunto (según el modo vulgar de entender el asunto), siente a poco rato levantarse voces interiores que responden a la voz del poeta, y moverse en su memoria tempestad de hojas secas, y dar lumbre todavía el mal apagado rescoldo. Agnosco veteris vestigia flamme. Ahí está el fundamento de la inmortalidad de Enrique Heine. Sus audacias de polemista, sus arranques, humorísticos, pasarán en gran parte con las circunstancias que los engendraron; ¿qué digo? están pasando ya, y quizá queden algún día reservados para regalo de los eruditos. La humanidad que olvida todo lo que destruye y no edifica; la humanidad que lee poco a Luciano y que cada día va leyendo menos a Voltaire, quizá olvidará los elocuentes y deslumbradores pamphlets de Heine, y la iniquidad con que derramó sobre propios y extraños el lauro o la ignominia, destrozando un día lo que el anterior había ensalzado. Esas página vindicativas y sangrientas; esos gritos coléricos de Heine en lo que é1 llamaba el combate por la humanidad, todo ese tumulto de polvo y de guerra que parece rumor de muchos caballos salvajes, pero de raza inmortal, lanzados a pisotear con sus cascos cuanto la humanidad ama y reverencia todo esto, digo, tuvo su hora, y pasó: todo esto tuvo su fuerza corrosiva, y ya se va gastando y amortiguando.

Yo no sé si nuestros nietos leerán todavía la Alemania: de fijo no la leerán los jóvenes ni las mujeres, pero sé que el pino del Norte soñará eternamente con la palmera oriental; y que cuando se hayan apagado los últimos ecos de la terrible canción con que hilaban su venganza los tejedores de Silesia, proseguirá brillando aquella trémula estrella de amores que descendió del cielo a la tierra, como leemos en el Intermezzo. ¡Dichosa inmortalidad la del poeta, por quien reverdecerá en el corazón de las generaciones futuras, coronándose en cada nueva primavera de flores y de fruto nuevo, el árbol de la esperanza y de los recuerdos!

 
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