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A medida que nos íbamos acercando a La Paz la superficie aparecía más y más cubierta de cantos rodados, que sólo desaparecen apenas allí donde se ven claros rastros de haber existido en tiempos, remotos grandes masas de agua en forma de lagos a saber al norte de Ayo-Ayo, donde atravesamos un vasto llano poblado de abundante hierba, al parecer, fondo de un lago muy antiguo. Por la tarde, al abandonar Oruro, ya logré divisar, aunque por un momento tan sólo, el macizo de Quimsa Cruz, las crestas nevadas de la Cordillera hacia el este que muy pronto quedaron envueltas en un manto de niebla.

Esa misma tarde, al aproximarnos a La Paz apareció una gran parte de la Cordillera oriental desde Ilimani a Illampú, con sus cumbres nevadas, nimbadas por los reflejos del sol. Pero sólo disfruté de la vista por poco rato. De las depresiones orientales empezaron a ascender masas de niebla que en contados instantes envolvieron en un velo gris todo el paisaje. Para el viajero que no conoce la ubicación de La Paz, resulta extraordinariamente asombroso tener por primera vez una vista de la capital de Bolivia.

El viaje continúa por el monótono altiplano de la manera acostumbrada y sin sobresaltos. El cochero nos dice que esa será nuestra última parada para cambiar los animales de tiro y que ya estamos en las inmediaciones de La Paz. Miramos en derredor y, en la dirección que nos muestra el postillón, pero no aparecen rastros de la ciudad. Seguimos viaje y al cabo de media hora se dilucida el enigina. De repente, el camino se pierde en la profundidad de un valle. Hemos llegado al borde oriental de la meseta y a nuestros pies, en el fondo de ese valle, se extiende el caserío de La Paz.

Causa una impresión muy peculiar tener ante los ojos así de súbito, inesperadamente, a la importante ciudad con sus callejuelas tortuosas ajustándose a los desniveles del terreno, el rojo vivo de los tejados de sus casas alternando benéficamente con el verde de los Juboles, cuya vista ansiaban los ojos fatigados del viajero.

En verdad, La Paz posee árboles hermosos. Es particularmente bello el paisaje de la ciudad hacia el este desde el borde de la meseta, cuando en los días diáfanos completa el cuadro el majestuoso Illimani con sus campos de nieves perpetuas y los glaciares centelleantes a la luz del sol, destacándose colosal contra el azul intenso del cielo.

El camino desciende en pronunciada pendiente y me quedé admirado, al principio con un poco de temor y luego con tranquila indiferencia, de la destreza con la que los postillones corrían cuesta abajo a todo galope por la calle empinada, angosta y despareja para llegar cuanto antes a La Paz. Molido por el largo e incómodo viaje, durante el cual me helaba de noche y de día me asaba el sol, saludé con alegría al amable francés, señor Guibert, en ese entonces gerente aún del Grand Hotel Francais, del que guardan gratos recuerdos todos los viajeros.

 
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