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Tal rebaño de llamas ofrece en verdad un espectáculo muy llamativo. Estos rumiantes son muy curiosos y, cuando encuentran algo extraño en el camino, yerguen sus largos cuellos y miran con sus grandes ojos oscuros el objeto correspondiente, en tanto sus largas orejas aguzadas apuntan atentas hacia arriba. Cuando pasa a su lado un europeo, se aprietan unas contra otras, pero no pueden dominar su curiosidad, adelantan sus cabezas, se acercan al extraño, lo husmean y resoplan con violencia y sonoridad, echándole encima la saliva que expelen por la nariz y la boca. Siguen a sus amos voluntariamente, pero tienen la mala costumbre de no quedarse jamás en el camino, se trepan por las pendientes y cada llama evita medrosa caminar a la zaga de la que la precede, de manera que a menudo se divisan en las escarpas una serie de pequeños senderitos, unos cincuenta o más. Esto explica también el estado miserable de los caminos bolivianos y la imposibilidad de mantenerlos en buenas condiciones. Pero como las llamas requieren poca alimentación y son buenas trepadoras, constituyen el único medio de transporte usado en las minas situadas en lo alto de la Cordillera. Así, una llama no carga más que cincuenta kilos a lo sumo y marcha a paso muy lento unas cinco a seis horas por día. Dado que a la caída del sol ya no busca comida, la marcha diaria debe suspenderse a tempranas horas de la tarde. Estos son inconvenientes que -aun cuando la llama resulta muy económica-, hacen tan caro el transporte de los minerales desde las alejadas minas, que aún no se ha encarado la explotación racional de una gran parte de los yacimientos bolivianos. Cuando la llama ya no puede prestar utilidad como bestia de carga es sacrificada. Este animal es para el Aymará lo que la foca para el esquimal o el reno para los lapones. Nada se pierde en él, todo se aprovecha, hasta las entrañas se consumen. En la ciudad de La Paz, donde la leña es escasa, el estiércol seco de la llama es un combustible muy buscado. Se lo llama taquia y despide un olor peculiar, no precisamente desagradable. Las mujeres de los Aymará, encargadas del cuidado de los animales y la recolección del estiércol llevan prendido ese olor en su persona de manera tan persistente, que anuncia desde una gran distancia a la Aymará que se acerca.

 
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