El catcher parece reaccionar, agarra fuerza
como el fuego, poco a poco, toma aire, tose, se retuerce, se queja. ¡Cómo se
queja el pobre! Todos los que lo rodean lo ayudan. Se sienta. Se ríe, se ríe a
carcajada limpia, el catcher. Vibra como las llamas al viento. Rechaza al
paramédico y su camilla. Rechaza el agua que le ofrecen y también al coach. Al
rato se levanta, el catcher, sacude torpemente su uniforme y escupe la tierra
que tragó.
Todos miran, desconcertados, al catcher,
quien ríe y ríe. Todos los que están en el campo de juego, todos los que están
frente a la pantalla del televisor y también todos quienes estamos aquí, quienes
lo vemos desde aquí, desde estas tribunas del estadio, queriendo derribar este
enmallado para ir hasta allá. Necesitamos ver si el catcher está bien de verdad.
Necesitamos saber por qué se ríe así.
El catcher, riendo, intenta caminar hacia el
jugador que venía de tercera base antes del encontronazo. Los compañeros del
equipo lo detienen tratando de evitar una trifulca. Pero el catcher se ríe y
pide que lo suelten. Está tranquilo, levanta sus brazos y muestra las palmas de
las manos, y se ríe.
El catcher logra, finalmente, caminar hacia
el corredor. El corredor lo espera, de pie. El catcher da unos pasos más y el
corredor traga saliva y lo espera, estático. Frente a frente: corredor y
catcher, se miran a los ojos en un relámpago de segundo. El corredor, entre
eufórico y preocupado, más eufórico que preocupado, finalmente, destraba la
lengua:
?¡Hermano! ¿Estás bien? ?Y le da una palmada
en la nalga al catcher?. Si te saqué el aire no fue mi intención ¡Es la presión,
hermano! ¡Es la adrenalina! ¡Éste es el noveno inning! ?Y se quita la gorra
negra y la agarra con las dos manos, como buscando algo a qué
asirse.