El catcher en el home está atento a recibir
el lanzamiento del defensor de segunda base. El catcher abre y levanta su
manopla para recibir la bola que viene de segunda base y, finalmente, siente el
impacto triunfal. Cierra la manopla, el catcher, bola atrapada. El corredor que
viene desde tercera base se barre hacia el home y derriba al catcher. La bola y
la manopla caen al suelo después que el catcher, quien queda tendido en el
suelo, bocabajo, no sé si respira. Aquí, en el estadio, nadie sabe si respira.
Todos los jugadores del banquillo están de
pie. Todos los aficionados también. Señores, esto no es un out, no es bola, es
más como un blackout. A mi lado está Daniel. Él no dice nada, sólo mira
aterrado, contrariado, hacia el campo de juego, con las dos cejas convertidas en
una sola -Así es como mira él en estos casos. Y se descuera los pellejos de los
dedos.
El umpire se arrodilla, procurando ayudar al
catcher, quien, tendido en el suelo, no se mueve. Va, corre, el paramédico. Va,
corre, el coach.
De pronto, sólo veo los dientes grandes de
Daniel, cuando habla, cuando grita, y los dientes y los ojos blanquecinos de los
aficionados que nos rodean aquí en el estadio. Nos quedamos a oscuras. ¡Un
apagón! ¡Se fue la luz, aquí, en pleno juego! Quedamos sólo con la noche encima
y el calor de la afición confundida. Quedamos con las liebres que no vemos
saltar en el campo de juego y el pobre catcher en el suelo y este silencio, este
silencio.
Después de unos segundos, parpadean los
paneles de faroles del estadio y otra vez estamos iluminados. ¡Llegó! -gritan
unos. ¡Por fin! -gritan los otros. Y los demás: ¡Llegó la luz! ¡Qué bueno! ¡Qué
susto! ¡Qué pasaría! ¿Y el catcher?