La noche era clara, las estrellas parecían reavivadas
por el frío; el cierzo picaba y la escarcha fina, deslizándose
sobre los vestidos sin mojarlos, conservaba fielmente la tradición de las
nochebuenas blancas de nieve. Allá, en lo alto de la cuesta, el castillo
aparecía como la meta de todos los caminantes, con su enorme masa de
torres, techos y coronamientos, la torre de la capilla irguiéndose en el
cielo negro, y una multitud de lucecitas que parpadeaban, iban, venían,
se agitaban en todas las ventanas, y parecían, sobre el fondo obscuro del
edificio, chispas que corrieran por las cenizas de un papel quemado...
Una vez transpuesto el puente levadizo y la poterna, era
necesario, para llegar a la capilla, atravesar el primer patio, lleno de
carrozas, de criados, de sillas de mano, todo iluminado por la luz de las
antorchas y las llamaradas de las cocinas. Oíase el rumor de los
asadores, el estrépito de las cacerolas, el choque de los cristales y la
vajilla de plata, movidos para los preparativos de una comida, y por encima de
todo aquello, extendíase un vapor tibio que olía bien, a las
carnes asadas y a las hierbas perfumadas de las salsas, lo que hacía
decir a los cortijeros, como al capellán, como al juez, como a todo el
mundo:
-¡Qué excelente cena vamos a tener después de la
misa!