Afuera soplaba el viento de la noche, difundiendo la
música de las campanas, y al propio tiempo iban apareciendo luces en la
sombra, en las cuestas del monte Ventoux, en cuya cima se levantaban las viejas
torres de Trinquelague. Eran las familias de los cortijeros, que iban a
oír la misa del gallo en el castillo. Trepaban la cuesta, cantando, en
grupos de cinco ó seis, el padre adelante, linterna en mano, las mujeres
envueltas en sus grandes mantos obscuros, en que se estrechaban y abrigaban sus
hijos. a pesar de la hora y del frío, todo aquel buen pueblo caminaba
regocijado, animado por la idea de que, al salir de misa y como todos los
años, tendría la mesa puesta en las cocinas. De tiempo en tiempo,
sobre la cuesta ruda, la carroza de algún señor, precedida por
lacayos con antorchas, hacía resplandecer sus cristales a la luz de la
luna, en alguna mula trotaba agitando los cascabeles, y a la luz de las teas
envueltas en la bruma, los campesinos reconocían al juez, y lo saludaban
al paso:
-Buenas noches, buenas noches, maese Arnoton.
-Buenas noches, buenas noches, hijos míos.