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La deserción


A pesar de los esfuerzos propagandísticos, todos sabían que el escenario no era inusual y aunque se habían acostumbrado a la periodicidad de los ataques, los gritos de desespero resonaban tanto en las paredes como en los techos de la caverna. Algunos pobladores corrían de unas ruinas a otras en busca de las que hasta hace poco habían sido sus pertenencias, otros se limitaban a proferir gemidos lastimosos, mientras que los más cínicos jugueteaban con las cenizas, el polvo y la nieve. Sabían que no había sido un día tan grave, que en pocas semanas los acontecimientos se repetirían y que una vez más se verían en la necesidad de hurgar entre despojos con la vana esperanza de poder encontrar lo que habían perdido muchos ataques antes: el deseo de continuar.
Un bramido más potente que cualquier otro sonido silenció la planicie por unos instantes, pero tal demostración de poder resultó inútil; tras escasos segundos el caos se reanudó y Mahs, cansado de la incompetencia de los habitantes, reprimió el impulso de quemarlos a todos y retomó la búsqueda del alcalde.
Para un ser de su tamaño, las calles de Moville resultaban complicadas de transitar incluso en días normales. En esos momentos, cuando la ciudad se encontraba recién destruida por los misteriosos demonios de las nieves, el recorrido se volvía mucho más difícil y en ocasiones le obligaba a aumentar la anarquía que tanto quería evitar.
Al estar dentro de una cueva con techos de escasa altura, no podía volar sobre los tejados que aún se mantenían en pie, sino que debía caminar junto a las estructuras. Su cuerpo se arrastraba como podía y avanzaba entre serpenteos; pero mientras esto ocurría, su ya abusada paciencia perdía control sobre sus actos y el enojado dragón temía tomar una decisión de la que luego se pudiera arrepentir.
A medida que caminaba injuriaba al alcalde. Siempre lo había considerado un tipo gris e incapaz de servir a la tan necesitada comunidad de Moville. Por más vueltas que le daba, no comprendía qué era lo que Kinxzar, su sobrino, se había propuesto al designarlo. Al ser un dragón solía sentir más simpatía por los de su clase que por los humanos, pero no podía evitar pensar que Walt, un hombre, había tenido mucho más sentido común al nombrar a la joven Fey como alcaldesa de Viville que su congénere al escoger a semejante inepto.
Distraído en sus meditaciones, iba a dar un paso de más, cuando escuchó cómo la voz que buscaba protestaba:
“¡Cuidado Mahs! He sobrevivido a los demonios, pero evitar que me aplastes se escapa de mis habilidades”.
Mahs se detuvo, buscó el origen de la voz y después de observarle le preguntó con brusquedad:
“¿Dónde has estado?”.
“En el frente de batalla. ¿Dónde más iba a estar?”.
“Es difícil establecer un frente de batalla cuando te atacan los condenados demonios que nadie puede ver y que se escurren como sombras. Es más, es la primera vez que escucho que hubo un frente de batalla”.
El alcalde se ruborizó. Debido a la oscuridad pensó que Mahs no lo notaría, pero el dragón no necesitaba ver para saber que se le mentía. Tenía la habilidad de notar los cambios en la voz, a la vez que era capaz de sentir el miedo de potenciales presas. Sabía que el individuo que se encontraba frente a él se refugiaba en quimeras y con cada minuto que pasaba le costaba más reprimir el deseo de matarlo. A final de cuentas, nadie le veía; incluso, en caso de ser necesario, podría argüir que el alcalde había fallecido en la guerra. El único defecto de tal plan era que nadie le creería que hubiese caído en acción: todos le sabían tan cobarde como inepto.

 
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