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La escena que siguió es inenarrable: los padres no entendían qué hacía allí; el flamante esposo luchaba por no perder los estribos y la joven desposada les pedía que desalojaran la pieza porque tenía mucho sueño. Trataron de explicarle que tenía que irse con su esposo. Ella se sentó en la cama y mirándolos severamente le espetó a su flamante esposo:
—¿Tú querías casarte conmigo?
—¡Sí!
—Lo lograste, ya estamos casados. Buenas noches.
—¡Pero Emilia! —Protestó la madre.
—Ustedes ordenaron que me casara con él, obedecí vuestras órdenes y lo hice y ahora váyanse que quiero estar sola.
—¡No puedes estar sola mi amor, vamos a vivir juntos!
—Nadie me pidió eso, ni siquiera me consultaron si yo quería casarme...
—Creíamos que... —balbuceó la madre.
—... si yo amaba a Juan...
—¡Déjate de tonterías...! —comenzó a decir su padre.
—Emilia —intervino Juan—: yo te amo y creía que tú también.
El diálogo siguió por esos caminos hasta que luego de casi una hora de discutir lograron que la joven acompañara a su flamante esposo. ¿Qué pasó después? Supongo que, con mucha paciencia, abuelo Juan habrá derrumbado la fortaleza de Emilia para lograr instalarse en su corazón y demás, pero como el relato siempre lo obtuve de boca de mi madre, nunca logré acrecentar la información y supongo que si algo más interesante trascendió, sin necesidad de llegar a lo escabroso, lo sabrán mis hermanas o no lo conocerá nadie. He charlado con ellas al respecto pero no me han dado importancia y encima de ello Leonor me toma el pelo. No quiero ni imaginar qué me haría si se enterara que, como homenaje a sus cuarenta y pico de años no confesados, estoy escribiendo esta especie de no sé qué.
Cuando a Juan y Emilia en 1882, a diez meses de casados les nació su primer hijo, Esteban —el único varón—, la pareja tiró la casa por la ventana y fue famoso el festejo que realizó el abuelo Pérez cuando se enteró que su apellido no se perdería y que, por el contrario, se duplicaba.
Al año de nacido el crío, mi abuela tomó coraje y con unas afiladas tijeras, mientras dormía, le cortó limpiamente el bigote izquierdo a mi abuelo. Luego que lo hizo perdió el valor y con sus dieciséis años, una muda de ropa y el crío a cuestas, arribó compungida a la casa de sus progenitores. Éstos, ya curados de espanto, se limitaron a llevarlos a ambos a la pieza de soltera de Emilia y don Juan mandó a Perico a casa de su yerno a comunicarle las nuevas al amanecer, no fuera cosa que al notar éste la falta repentina y solidaria de parte de su bigote y de toda su reciente familia, tomara las cosas a la tremenda. Cuando Perico llegó a la casa del dentista lo encontró cortándose el resto del bigote. Luego procedió a afeitarse lo que quedaba hasta lucir irreconocible. A pesar de estar a fines del invierno, Perico observó —en la franja blanca que poseía ahora abuelo Juan entre el labio superior y la nariz—, cómo comenzaban a brotar gotitas de transpiración. Le llevó varios meses recuperar el bigote, mas nunca llegó a ser del calibre del fenecido; mi madre no sabía si había sido por un pacto conyugal, por resolución de mi abuelo o porque a los veinticinco años de existencia el cubrimiento pilífero decidió reubicarse en una medida más moderada. Mi abuelo fue a buscar a Emilia, le llevó como ofrenda de su amor una botella de anís y bombones de marrón glacé, le dio un largo beso y ella perdió el susto y se volvieron juntitos dejando por unos días al primogénito en custodia de sus abuelos maternos.
A consecuencia de su segunda luna de miel nació Teresa de Jesús, una pequeñuela de cabellos de oro y labios menudos que cuando se enfadaba los cerraba apretándolos, dejando una línea casi impenetrable en la cara. A los dos años se engrandeció el hogar de los Pérez Pérez con el advenimiento de otra niña que bautizaron Luisa. Corría el año 1886 y no tuvieron otro hijo hasta el año 1888 cuando nació tía Josefa Ernestina, hembra de peculiar carácter, que supo —hasta que se marchó a rendirle cuentas a su Creador—, tener a mi madre bajo su férula. A poco de nacer la referida Josefa —nunca permitió que le dijéramos tía Pepa—, se enteró Juan que se estaba organizando un viaje de emigración a un país nuevecito de América del Sur. Cuando trajo la noticia a la abuela Emilia, ésta le animó a que averiguara más —a esa altura de la vida las cosas habían cambiado mucho—, y cuando Juan volvió, diciéndole que en la República Oriental del Uruguay casi no había dentistas, fue la principal propulsora del viaje. Se embarcaron para América, con todos los papeles en regla, en un vetusto velero en el año 1890. La familia había crecido, Esteban, el mayor, tenía entonces ocho años, Luisa seis, Teresa cuatro, Josefa dos y María, nuestra madre, contaba apenas con unos meses de vida. El año de 1890 fue de vital importancia para la familia por tres razones que luego pasaré a detallar, cuando llegue el momento adecuado. Si me pongo ahora a adelantar los acontecimientos va a suceder que lo que sea que estoy escribiendo pase a ser de un tiempo a otro y salto del pasado lejano al presente y del presente al pasado cercano y todo eso —que será muy moderno dentro de la novelística— a mí me produce una sensación de caos tan grande, que a veces no me queda claro si el hijo es del padre, del abuelo o del vecino de la tía. Adela, mi adorada Adela, cuando lee lo que yo escribo, se pasa criticándome por ello. Al respecto, anota en un papel los nombres de los personajes de mis cuentos y novelas, la edad de nacimiento de los mismos y la profesión que ejercen.
Mi abuelo era muy bromista y dicharachero —de él heredará su bonito carácter mi hermana Leonor, la heroína de este relato— y fue por ello que mi abuelo no se disgustó, también sabía asimilar una broma o algo parecido, cuando abuela Emilia le rebanó el bigotón que usaba en homenaje a su abuelo italiano, al que mucho admiraba. Mas, en la compañía del barco que transportaba a las familias a América, había algunos sujetos que aguantaban pocas pulgas y que cuando mi abuelo jugando a los naipes, entre broma y broma, los desplumó lindamente, decidieron —no por haber perdido sus pesetillas, sino de despecho por haber sido blanco de las bromas del dentista—, darle un escarmiento. El correctivo consistió en darle de beber un buen vaso de vino aderezado no se sabe bien con qué, lo que motivó que esa noche tuviera mi abuelo en el camarote colectivo un extraño ataque que terminó con su vida. El médico de a bordo diagnosticó falla cardíaca y mi abuelo, que tantas ilusiones se había hecho con su nueva vida en América, terminó con su cuerpo sepultado en el mar de los sargazos.
Corría el 1890 cuando abuelo fue asesinado, tenía entonces tan sólo treinta y cuatro años y abuela Emilia veinticuatro y cinco hijos pequeños. Por ello les decía que en ese año se produjeron para nosotros tres hechos fundamentales: nace María Pérez Pérez, nuestra madre, los abuelos deciden viajar a América para venir a vivir al Uruguay y a abuelo Juan lo matan en el viaje de venida. Cuando Abuela fue a buscar algo en los baúles para amortajar a su esposo comprobó que habían desaparecido las pesetas que allí venían depositadas, los instrumentos de dentista que eran todos de plata maciza y las joyas que habían obtenido de sus ancestros. Lo que quedó de la vajilla, cristalería, cubiertos y demás pertenecías valiosas desapareció en el viaje, se supone que en los momentos en que abuela Emilia perdía la lucidez, porque si bien soportó todo hasta el momento en que el cuerpo de su esposo cayó al océano, allí mismo se derrumbó. Entre las familias de inmigrantes que viajaban en el barco se repartieron los hijos de Juan, menos Luisa que falleció de diarrea días antes de llegar a Montevideo. Solamente quedó María con su madre porque como aún mamaba y además abuela Emilia no se desprendía de la niña, el médico de a bordo aconsejó dejarla con ella. Por supuesto nuestra madre no recuerda nada de todo aquello y abuela Emilia contaba que ese periodo era como un gran vacío en su memoria. Cuando se encontró en sus cabales estaban al cuidado de un matrimonio viejo de criollos, los García, que habían recibido a parientes de España, quienes venían en el mismo barco con Emilia. Ellos viajaron a instalarse en Paysandú y dejaron a la pobre loca y su hija al cuidado de esta pareja que la protegió en momentos tan duros. Los García fallecieron casi simultáneamente a poco de recobrar la lucidez mi abuela y quedó ésta como ama hasta que los parientes de los finados decidieron vender la casa.
De los hijos perdidos no tenía noticias y apenas instaló “La Casa de las Empanadas”, pese a la crisis económica que asolaba al país, inició la búsqueda de ellos. A Teresa la recuperó al año y casi enseguida a Josefa que había ido a parar al departamento de Canelones, pero a Esteban, por más que investigó no lo pudo hallar, parecía que se lo había tragado la tierra, lo único que pudo saber fue que había marchado con una familia de vascos a Rocha.

 
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Leonor y mi corazón de Héctor De Bethencourt Vidal   Leonor y mi corazón
de Héctor De Bethencourt Vidal

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