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Por lo común, los hombres íntegros suelen ser
bastante tercos cuando se aferran a una opinión una vez que la han
adoptado. No tengo pretensiones de decidir si se debía a esta
circunstancia o a la debilidad de los argumentos, pero lo cierto es que el
señor Martín nunca consiguió convertir a mi padre:
siguió siendo americanista, y tan obstinado que ni siquiera a su mejor
amigo le hubiese permitido que en nuestro mesa brindara por el éxito del
ejército real. A este respecto, no tengo mejor manera de ofrecer al
lector una clara idea de su obstinación y de hasta qué extremos se
llevaba esta diferencia de sentimientos en Inglaterra, que relatar el siguiente
episodio.
Todos los años, mi padre tenía por costumbre
llevar a uno de nosotros a la gran feria del lúpulo que se hacía
en Wey-Hill. La feria tenía lugar en la festividad de San Miguel, y para
nosotros el viaje era una suerte de recompensa por las tareas estivales.
Sucedió que llegó mi turno de ir a la feria el mismo año
que Long Island fue tomada por los ingleses. Precisamente en el momento en que
un nutrido grupo de comerciantes de lúpulo y de granjeros se
disponía a sentarse a la mesa, llegó el correo trayendo una
edición especial de la Gaceta en la que se anunciaba la victoria. Un
comisionista londinense tomó el periódico, aproximó la
silla y comenzó a leer con voz bastante audible. Se elevaron
manifestaciones de protesta, se empezó a disentir y mi padre,
llevándome de la mano, se marchó a otro sitio, donde comimos con
alrededor de una docena de personas que compartían similares opiniones.
Allí se brindó reiterada-mente por el general Washington y por el
triunfo de los norteamericanos y, hasta donde me es posible recordar, esta fue
la primera vez que oí mencionar el nombre de este general. En aquel
momento ni soñé que alguna vez habría de conocer a
Washington y mucho menos que habría de oír cómo algunos de
sus compatriotas lo vilipendiaban y execraban.
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Prosapia e infancia de Pedro Puercoespín
de William Cobbett
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