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Isa Whitney, hermano del difunto Elías Whitney, D. D., director del Colegio de Teología de San Jorge, era adicto perdido al opio. Según tengo entendido, adquirió el hábito a causa de una típica extravagancia de estudiante: habiendo leído en la universidad la descripción que hacía De Quincey de sus ensueños y sensaciones, había empapado su tabaco en láudano con la intención de experimentar los mismos efectos. Descubrió, como han hecho tantos otros, que resulta más fácil adquirir el hábito que librarse de él, y durante muchos años vivió esclavo de la droga, inspirando una mezcla de horror y compasión a sus amigos y familiares. Todavía me parece que lo estoy viendo, con la cara amarillenta y fofa, los párpados caídos y las pupilas reducidas a un puntito, encogido en una butaca y convertido en la ruina y los despojos de un buen hombre.

Una noche de junio de 1889 sonó el timbre de mi puerta, aproximadamente a la hora en que uno da el primer bostezo y echa una mirada al reloj. Me incorporé en mi asiento, y mi esposa dejó su labor sobre el regazo y puso una ligera expresión de desencanto.

-¡Un paciente! -dijo-. Vas a tener que salir.

Solté un gemido, porque acababa de regresar a casa después de un día muy fatigoso.

Oímos la puerta. que se abría, unas pocas frases presurosas, y después unos pasos rápidos sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de nuestro cuarto, y una dama vestida de oscuro y con velo negro entró en la habitación.

-Perdonen ustedes que venga tan tarde -empezó a decir; y entonces, perdiendo de repente el dominio de sí misma, se abalanzó corriendo sobre mi esposa, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro-. ¡Ay, tengo un problema tan grande! - El hombre del labio retorcido sollozó-. ¡Necesito tanto que alguien me ayude!

-¡Pero si es Kate Whitney! -dijo mi esposa, alzándole el velo-, ¡Qué susto me has dado, Kate! Cuando entraste no tenía ni idea de quién eras.

-No sabía que hacer, así que me vine derecha a verte.

Siempre pasaba lo mismo. La gente que tenía dificultades acudía a mi mujer como los pájaros a la luz de un faro.

-Has sido muy amable viniendo. Ahora, tómate un poco de vino con agua, siéntate cómodamente y cuéntanoslo toco. ¿O prefieres que mande a James a la cama?

-Oh, no, no. Necesito también el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. No ha venido a casa en dos días. ¡Estoy tan preocupada por él!

No era la primera vez que nos hablaba del problema de su marido, a mí como doctor, a mi esposa como vieja amiga y compañera del colegio. La consolamos y reconfortamos lo mejor que pudimos. ¿Sabía dónde podía estar su marido? ¿Era posible que pudiéramos hacerle volver con ella?

Por lo visto, sí que era posible. Sabía muy buena fuente que últimamente, cuando le daba el ataque, solía acudir a un fumadero de opio situado en el extremo oriental de la City. Hasta entonces, sus orgías no habían pasado de un día, y siempre había vuelto a casa, quebrantado y tembloroso, al caer la noche. Pero esta vez el maleficio llevaba durándole cuarenta y ocho horas, y sin duda allí seguía tumbado, entre la escoria dé los muelles, aspirando el veneno o durmiendo bajo sus efectos. Su mujer estaba segura de que se le podía encontrar "E1 Lingote de Oro"; en Upper Swandam Lane. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo iba ella, una mujer joven y tímida, a meterse en semejante sitio y sacar a su marido entre los rufianes que le rodeaban?

 
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El hombre del labio retorcido de Sir Arthur Conan Doyle   El hombre del labio retorcido
de Sir Arthur Conan Doyle

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