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Así estaban las cosas y, desde luego, no había más que un modo de resolverlas. ¿No podía yo acompañarla hasta allí? Pero, pensándolo bien, ¿para qué había de venir ella? Yo era el consejero médico de Isa Whitney y, como tal, tenía cierta influencia sobre él. Podía apañármelas mejor si iba solo. Le di mi palabra de que antes de dos horas se lo enviaría a casa en un coche si de verdad se encontraba en la dirección que me había dado. Y así, al cabo de diez minutos, había abandonado mi butaca y mi acogedor cuarto de estar, y viajaba a toda velocidad en un coche de alquiler rumbo al este, con lo que entonces me parecía una extraña misión, aunque sólo el futuro me iba a demostrar lo extraña que era en realidad.

Sin embargo, no encontré grandes dificultades en la primera etapa de mi aventura. Upper Swandam Lane es una callejuela miserable, oculta detrás de los altos muelles que se extienden en la orilla norte del río, al este del puente de Londres. Entre una tienda de ropa usada y un establecimiento de ginebra, encontré el antro que iba buscando, al que se llegaba por una empinada escalera que descendía hasta un agujero negro como la boca de una caverna. Ordené al cochero que aguardara y bajé los escalones, desgastados en el centro por el paso incesante de pies de borrachos. A la luz vacilante de una lámpara de aceite colocada encima de la puerta, encontré el picaporte y penetré en una habitación larga y de techo bajo, con la atmósfera espesa y cargada del humo pardo del opio, y equipada con una serie de literas de madera, como el castillo de proa de un barco de emigrantes.

A través de la penumbra se podían distinguir a duras penas numerosos cuerpos, tumbados en posturas extrañas y fantásticas; con los hombros encorvados, las rodillas dobladas, las cabezas echadas hacia atrás y el mentón apuntando hacia arriba; de vez en cuando, un ojo oscuro y sin brillo se fijaba en el recién llegado. Entre las sombras negras brillaban circuitos de luz, encendiéndose y apagándose, según que el veneno ardiera o se apagara en las cazoletas de las pipas metálicas. La mayoría permanecía tendida en silencio, pero algunos murmuraban para sí mismos, y otros conversaban con voz extraña, apagada y monótona; su conversación surgía en ráfagas y luego se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno seguía mascullando sus propios pensamientos, sin prestar atención a las palabras de su vecino. En el extremo más apartado había un pequeño brasero de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, en el que se sentaba un anciano alto y delgado; con la barbilla apoyada en los puños y los codos en las rodillas, mirando fijamente el fuego.

Al verme entrar, un malayo de piel cetrina se me acercó rápidamente con una pipa y una porción de droga, indicándome una litera libre.

-Gracias, no he venido a quedarme -dije-. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y quiero hablar con él.

Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha y, atisbando entre las tinieblas, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso y desaliñado, con la mirada fija en mí.

-¡Dios mío! ¡Es Watson! -exclamó. Se encontraba en un estado lamentable, con todos sus nervios presa de temblores-. Oiga, Watson, ¿qué hora es?

-Casi las once.

-¿De qué día?

-Del viernes, diecinueve de junio.

-¡Cielo santo! ¡Creía que era miércoles! ¡Y es miércoles! ¿Qué se propone usted asustando a un amigo? -sepultó la cara entre los brazos y comenzó a sollozar en tono muy agudo.

 
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El hombre del labio retorcido de Sir Arthur Conan Doyle   El hombre del labio retorcido
de Sir Arthur Conan Doyle

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