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-Señor -replicó la madre, con cierto orgullo, -lo hizo sin nuestro consentimiento. Su padre, mí marido que usted ve aquí, se batía en las avanzadas durante el primer sitio. Yo me quedaba con Santiago. El chico se fue poniendo triste, y ya no se entretenía ni con la greda ni el barro para fabricar muñecos, pues sabrá usted que es artista. Un día me dijo: Es vergonzoso que yo permanezca aquí mientras los demás se baten por la patria.

No supe qué contestar. Piense usted en mi situación; mi marido en constante peligro, y mi hijo con deseo de ir a exponer también su vida.

Le observé, al fin, que era aun demasiado joven, y que no le admitirían en las filas, y él me contestó: «¿Para qué entonces mi padre me refiere las heroicidades del tambor Bara que tenía catorce años?» Durante ocho días Santiago no habló; estaba triste y pensativo. Una mañana me dijo: «Escúchame, mamá, hubiera querido obedecerte, pero ya es imposible. Bersier... ya sabes Bersier, el grabador que me enseñó a dibujar, pues bien, es sargento en los franco-tiradores y me ha aceptado en su compañía. Luego tendré que incorporarme. Perdóname mamá, no podía resistir». Yo me sentí muy desgraciada, pero en el fondo experimenté orgullo al ver que había dado vida a un verdadero hombre. Puedo decirlo, pues el chico duerme y no me oye. Este hijo mío tiene un alma de héroe y de artista. Tuve que resignarme y decirle: «Ve a batirte, puesto que lo quieres». Se fue, dejándome el corazón traspasado. Quince días después se batían en Montretrut. Santiago saltó el primero en el jardín de Gounod, donde se hallaban escondidos 600 alemanes, y cayó allí con el pecho atravesado por un balazo. Esta es nuestra historia, señor doctor.

Francisca hablaba con la mayor naturalidad, emocionada, arrojando sobre Santiago, miradas llenas de amor. El pequeño héroe seguía durmiendo, y sonreía en su sueño. Tal vez soñaba con brillantes acciones de guerra. El doctor Grandier hizo esfuerzo para ocultar su emoción, pues no quería que se vieran las lágrimas que asomaban a sus ojos.

¿Quiere usted darme la mano, señor? dijo volviéndose y dirigiéndose a Pedro Rosny. -El hombre y la mujer que han dado vida y que han educado a ese niño son gentes nobles.

-Usted me lo curará, ¿verdad, doctor? exclamó Pedro en un arranque de gratitud.

El doctor Grandier sonreía ahora.

-Vamos primero a verlo. Claro está que le hemos de curar. Hay pocos franceses como este chico y hay que cuidarlos. Además, Borel entiende tanto como yo de estas cosas, y si responde del enfermo es que todo va bien.

El ilustre médico se sentó cerca de la cama y despertó suavemente a Santiago. El herido abrió los ojos y miró con confianza la cara del doctor que reflejaba bondad.

-Es el maestro del doctor, Santiago.

-Buen día, señor Borel -dijo el muchacho, alargando su mano al médico del cual ya era amigo.

 
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Faustina de Bressier de Alberto Délpit   Faustina de Bressier
de Alberto Délpit

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