Poco a poco Pedro empezó a estimar a Francisca y a quererla. El tipógrafo descubrió pronto su carácter. Era muy franco, muy leal, pero valiente y apasionado. Aborrecía a los burgueses. Esta repulsión hacia los ricos, debía ser, sin duda, un residuo de su educación. Dos meses después de haberse conocido Francisca y Pedro, se casaron. A los nueve meses, nació su hijo Santiago. Su vida transcurrió feliz y tranquila. Después de diecisiete años de trabajo y de economía, el matrimonio había conseguido reunir en la Caja de Ahorros 4,000 francos. Esto era en mayo de 1870. Vivían entonces en la calle San Antonio, y en el barrio la familla Rosny era muy querida.
La guerra estalló, y Santiago se enroló en la guardia nacional, formando parte de los batallones que salieron a campaña. Se batía valerosamente en Montrouge. Pero el bienestar cesó en la casa; el trabajo se paralizó, y hubo que echar mano de las economías.
Sentada al lado de la cama de su hijo, Francisca evocaba todos esos recuerdos, y abundantes lágrimas se deslizaron por sus mejillas. La felicidad le costaba muy cara, desde hacía algún tiempo. El 18 de marzo, Pedro se afilió a la causa de la Comuna. Ella no se atrevió a oponerse, pues creyó que su marido cumplía con los dictados de su conciencia.
Su vida se trocó en un infierno, pues la existencia de los dos seres amados se hallaba constantemente en peligro.
Mientras Francisca pensaba, Santiago volvió a dormirse. El marido y la mujer se acercaron a una ventana y hablaban en voz baja para no despertar a su hijo.
Pedro le preguntó otra vez:
-¿Realmente no sientes ahora inquietud por Santiago?
-¡No; pero tendrá que pasar mucho tiempo antes de que recobre sus fuerzas.
A las diez se presentó el médico acompañado de otro hombre de alta estatura, de frente poderosa y de mirada escrutadora.
Era el doctor Grandier, médico en jefe de los hospitales, un sabio ilustre; más aun, un hombre bueno.
Saludó respetuosamente a Francisca, y esbozó un gesto de desagrado al ver a Pedro con la blusa de guardia nacional. El doctor Grandier se volvió hacia su compañero y le dijo:
-¿Qué me decía usted, Borel?...
-Le decía a usted, querido maestro, que este joven vuelve de lejos. Una bala en el cuerpo, nada menos.
-¿Una bala... un accidente?
-No, maestro; un balazo recibido en pleno pecho en Montrouge.
El doctor Grandier parecía estupefacto.
Miraba alternativamente a Pedro y a Francisca, considerándolos como locos.
-¿Es su hijo, señora? Es usted bastante bonita y bastante joven para que le dirija esta pregunta.
-Sí, señor -contestó Francisca, ruborizándose.
-Pero ¿qué edad tiene este chico?
-Dieciseis años y medio.
-¿Y usted lo ha dejado enrolarse? Usted y su marido están locos.