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Los aplausos lo convirtieron en un sectario, en un fanático. Todos sus amigos se embanderaron en el movimiento insurreccional, y él los siguió.

-Es espantoso todo eso que me dices -repuso Francisca. -¿Y admiten que el antiguo régimen pueda resucitar?

-Hay que creerlo, puesto que nos lo afirman. ¿Te imaginas tú que la gente se batiría si no hubiera que salvar la libertad?

Francisca ocultaba su rostro pálido entre sus manos. Sus cabellos rubios, mal sujetos por la peineta, cayeron sobre su espalda formando en torno de su cabeza como una aureola. Alzando un poco la voz y con gesto brusco, dijo:

-Si lo que me cuentas es verdad, seremos forzosamente los vencedores. Nunca se vuelve al pasado. Lo que fue, fue. ¿Podría una barca vencer la corriente del Sena? No puedo dar fe a las locuras que circulan. ¡Suprimir todas las libertades! ¿Cómo vivirían los pobres? Hay momentos en que me figuro que os hacen creer todas esas cosas para daros aliento a ir al combate. Pero, si tú eres el que me lo afirma, tendré que creerte. Y triunfaremos, pues de nuestro lado está el derecho y la justicia.

-¡Querida Francisca!

-Y además, no es posible que hayamos dado tanta sangre, y vertido tantas lágrimas para no conseguir nada. Sería una injusticia, una crueldad. Pero tengo miedo, mucho miedo al ver que te vas a batir... ¿Y si no volvieras?

En un arranque de pasión se echó al cuello de su mando y unió sus labios a los suyos. Ella lo adoraba. Se habían encontrado un día en una plazoleta; hablaron media hora y enseguida se gustaron. El, veintidós años, ella dieciseis. Pedro trabajaba en una imprenta. Un oficio bueno: ganaba ocho francos por día; pero había que penar mucho. Su patrón lo estimaba, y Pedro tenía esperanzas de llegar a serlo a su vez.

Los dos amigos se contaban todo, y Francisca se entusiasmaba ante las perspectivas que Pedro le descubría.

Francisca era costurera, trabajaba en el afamado taller de los señoritos Standisch, modistos de mundial reputación.

La chiquilla refería a Pedro todas las interioridades de los talleres y los amoríos de las costureras.

-¿Y usted también tiene novio? -le preguntó Pedro un día.

-¿Yo? Nunca -replicó Francisca, mirándole cara a cara, con sus ojos puros y tranquilos. -Yo quiero casarme, querer a mi marido y tener un niño. Mire usted, señor Pedro, las hay que no son honradas, pero no faltan muchachas decentes. No se puede ser coqueta y permanecer pura. No se juega con el amor de un hombre honrado. Si se le ama hay que decírselo, y si se le dice hay que casarse con él.

Los dos jóvenes se separaban cada vez más encantados uno de otro, y volvían a verse al domingo siguiente.

 
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Faustina de Bressier de Alberto Délpit   Faustina de Bressier
de Alberto Délpit

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