-No te atormentes -díjole. -El doctor afirma que el peligro ha desaparecido. Ya sabes que hoy traerá a un gran médico, a un maestro, un sabio. ¡Ah, me causas tú ahora más inquietud que Santiago!
Con una expresión de odio, extendió su puño cerrado hacia el vacío como si amenazara a enemigos invisibles o lejanos. Era hermosa, en todo el esplendor de sus treinta y cinco años, con su pelo rubio que daba un aspecto extraño a su rostro de una palidez mate. Esta hija del pueblo tenía la elegancia innata. Alta, bien formada, parecía creada para el lujo; sus ojos de un azul sombrío, relampagueaban; la frente alta, un poco saliente por el lado de las sienes, revelaba inteligencia y su mirada una energía a toda prueba. Pedro Rosny olvidó al niño durante un minuto. Ahora contemplaba a su mujer con una expresión de ternura orgullosa.
Francisca despertó al enfermo, y le hizo tomar una cucharada del medicamento.
-¿Cómo estás, Santiago?
-Bien, mamá, gracias.
-¿Tienes todavía sueño?
El muchacho se sonrió.
-Siempre tengo ganas de dormir -murmuró.
Cerró de nuevo los ojos, mientras su madre le besaba en la frente; después lo tapó con mucho cuidado, y volvió al lado de su marido llevándole a un rincón del cuarto.
-¿Te vas a ir después de la visita del médico?
-Sí, avisé al capitán que me reuniría con el batallón en la Punta del Día. Tengo tiempo.
Francisca vacilaba. Luego dijo:
-¿Crees que es para hoy la gran salida?
-Para hoy o mañana. En todo caso, permaneceré tal vez dos días fuera. Hay que acabar, comprendes. Esto no puede durar siempre. ¿Y quién sabe cuándo conseguiré encontrar trabajo? Después de la guerra, los albañiles, los carpinteros tendrán trabajo. ¡Hay tantas ruinas por el suelo! ¡Pero nosotros los tipógrafos! Si la Comuna triunfara, eso nos vendría bien. Y además tendríamos el franco y medio por día. ¿Pero si ganase la otra? Ya sabes lo que dicen. En Versailles; quieren hacer una monarquía, una monarquía como antes del 89; es decir, supresión de carrera, de libertades y de diarios. Romperán las prensas, y nadie tendrá el derecho de ser impresor.
Si suprimen los periódicos, tampoco dejarán imprimir libros. ¡Figúrate, una censura como en otra época! ¿Qué va a ser de nosotros los tipógrafos? Ya ves que tengo razón para desesperarme.
Este hombre inteligente, casi instruido, que había leído mucho a Rousseau, decía con la mayor seriedad esas majaderías. Creía como otros en las mentiras de los comités, en las calumnias de cuatro o cinco hojas públicas. Como otros muchos federales, se imaginaba que bandos de chuanes marchaban sobre París. La locura hacía delirar a ese cerebro, de la misma manera que a otros menos sólidos. Había tenido éxito en las reuniones públicas con su facilidad de palabra con poca declamatoria.