Los corazones, sin embargo, sangraban, los ojos vertían lágrimas, y allá, en la gran ciudad, sollozaba el inmenso rebaño de viudas y huérfanos.
No era el fin. La Comuna concebía el ensueño trágico de sepultarse bajo las ruinas humeantes de París. Furiosamente, empujaba a sus hombres al combate; creían morir por una Idea, y caían para satisfacer la ambición desenfrenada de unos pocos. Decíase ese día que el ejército de los comuneros iba a intentar una salida; la salida de desgraciados empujados por quimeras y atropellando al Imposible.
Los adoquines de París se entreabrían para vomitar batallones. Desde la Bastilla hasta el Arco de Triunfo, subía una muchedumbre enorme, una masa movediza, sombría, ondulante y sacudida como una serpiente gigantesca, desenroscaba sus anillos de acero de donde salían cañones de fusil y bayonetas de reflejos siniestros. Pero en la Bastilla, los batallones no se organizaban militarmente como los de los Campos Elíseos. Los de ese barrio formaban la retaguardia. En la puerta de una pequeña farmacia, situada hacia el medio de la calle, al lado de un hotel de cuarto orden, una larga fila de pobres enfermos hacía cola en demanda de medicamentos, del mismo modo que hacía poco tiempo se esperaba turno para conseguir pan o carne.
El farmacéutico se apuraba para atender a los pedidos, pero azorado no acertaba a satisfacer a todos. Ayudado por dos dependientes, preparaba rápidamente las recetas, sin interés, sin piedad para los enfermos que esperaban de él su curación. Apenas dio prueba de alguna emoción, cuando un guardia nacional entró, diciéndole:
-¿Está listo el remedio?
-Aquí está, ciudadano Rosny.
El ciudadano Rosny era un hombre de cuarenta años, alto, moreno, pálido, de rostro muy enérgico. Tomó con cuidado el frasco entre sus manos encallecidas, y murmuró una frase de gratitud; después salió de la farmacia, cruzó de prisa la calle y entró en una casa de aspecto miserable y ennegrecida por el tiempo. La estrecha escalera conducía a habitaciones pobres donde moraban obreros que vivían al día.
¿Quién de entre ellos podía tener economías después de las pruebas terribles pasadas durante los últimos meses? En el quinto piso, el ciudadano Rosny se detuvo y llamó en una puerta, diciendo en voz baja: «Soy yo, Francisca».
La puerta entreabrióse y se cerró con rapidez, en tanto que Francisca contestaba igualmente en voz baja: «Ten cuidado, no hay que alterar la temperatura de la pieza». El cuarto era pequeño, pero muy limpio; las paredes desnudas y relucientes, las cortinas blanquísimas, los vidrios limpísimos, atestiguaban un cuidado incesante, una mano de dueña de casa celosa.
-¿Cómo está Santiago? -interrogó Pedro en el mismo tono.
-Sigue tranquilo.
Y la joven mujer, al decir esas palabras, contemplaba con ardiente mirada de amor a un chico de dieciséis años que dormía en una cama. Los ojos del padre y de la madre se encontraron en un pensamiento común. Francisca abrazó efusivamente a su marido.