Las tropas estaban «en su lugar descanso»; se empezaba a pasar lista. Unos y otros se estiraban, como si estuvieran ya cansados por esta primera jornada, y después contestaban: «¡Presente!» o un silencio de algunos segundos seguía al llamado del apellido gritado.
Las ausencias no causaban sorpresa.
Después de seis meses de sitio y dos meses de guerra civil, los huecos en las filas eran numerosos, pues el hambre, las fiebres, las epidemias diezmaban a los pobres. No se contaban ya los que faltaban. El hombre se acostumbra a todo, aun al sufrimiento y al peligro.
De pronto, el capitán de una compañía gritó: «¡Pedro Rosny!» Y como nadie contestaba, dijo con tono de sorpresa:
-¿Cómo, Pedro Rosny no está?
Un guardia nacional salió de las filas.
-Pedro se nos unirá, ciudadano, en La Punta del Día. Esta mañana tiene que oir la conlsulta convocada para su hijo.
Invocada, por otro cualquiera, esta escena hubiera provocado risas y chanzas; pero, tratándose de Rosny, nadie dijo nada. Era un valiente, un convencido que había dado ya muchas pruebas de su patriotismo y de su arrojo. Nadie se hubiera permitido dudar de él. Si no estaba presente, era que no podía venir. No se sospechaba en modo alguno de su buena voluntad ni de su valor.
Durante una hora, se oyó una serie ininterrumpida de órdenes y contraórdenas, y de llamadas. Algunos oficiales pasaban al galope y se alejaban en dirección a la calle Real; las cantineras iban de escuadra en escuadra, ofreciendo una copa de aguardiente que nadie rechazaba, pero las conversaciones eran escasas y no se observaba la animación y entusiasmo de los primeros días. Una inmensa laxitud que rayaba en asco atenazaba los corazones y las voluntades.
Al fin aparecieron doce baterías de artillería, que salían de las Tullerías, arrastradas al trote largo por caballos vigorosos. Fue un ruido de trueno el que produjo el desfile de los cañones por los Campos Elíseos, con sus bocas de bronce mirando hacia ese París que querían defender. Un hombre alto, enjuto, vestido de levita negra, dio algunos pasos en la calzada, echando una rápida y aguda mirada sobre los batallones alineados. Inclinaba un poco la cabeza al andar, como si no pudiera soportar el peso de la responsabilidad que llevaba. El ojo fijo y brillante se iluminaba por instantes con rápidos relámpagos.
Se presentía, al verlo, una voluntad pensante. Un ligero estremecimiento nervioso agitaba la parte baja de su rostro. Cuando esto sucedía sus labios pálidos entreabríanse, descubriendo dientes blanquísimos. Este hombre era el ciudadano Delescluze, delegado de la guerra. Subió a un banco y levantó la mano. Todos los batallones rompieron la marcha con orden admirable. A fuerza de batirse, estos obreros se hacían soldados. Luego, bajo la poderosa voluntad de ese sublevado, sentían ablandarse las antiguas rebeliones: siempre dispuestas a saltar en sus almas. La larga fila negra se engolfó en la avenida de los Campos Elíseos, bañada por un magnífico sol de mayo. Entre todo este aparato guerrero, la artillería más amenazadora desentonaba en medio del concierto primaveral.