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-¿Dónde tienes la cabeza, querida? -dijo alegremente.- ¿ Te vas a asustar como una señorita? En primer lugar no es verdad que se fusila a los prisioneros, y debes desechar semejante idea. Además, hija, eso de estar pensando en negruras y espantos acaba por traer la mala suerte. ¿No he sido afortunado hasta ahora? ¿No he escapado de todo? ¿Por qué no ha de suceder lo mismo ahora? No te aflijas, ya vendrán los buenos tiempos como antes. No me matarán ni me fusilarán. Al contrario, volveré sano y contento, e iremos a instalarnos en un barrio donde dé el sol.

Generalmente cuando Pedro le hablaba así, Francisca se tranquilizaba; pero esta, vez permaneció inquieta y acongojada.

-¿Qué tienes? Vamos, dímelo -díjole él cariñosamente.

-Tengo... tengo miedo.

-¿ Tú, tan valiente siempre?

-Hoy no me siento con valor; no sé por qué... Tiemblo de verte partir. Es absurdo, no debiera ser así. Abrázame, querido, y vete. Tu batallón ya está en marcha. Cuanto más tardes, más camino habrás de recorrer.

Pedro tomó su fusil y su correaje.

Francisca se esforzó en dominarse cuando vio llegar la despedida.

-¿Llevas todo lo que necesitas? -le preguntó. -Lleva ese capote; las noches son frías todavía. No te expongas mucho, Pedro, piensa en nosotros, anda... anda... vete.

-¡Qué alma tienes!

-La que tú me has formado. Es fácil a una mujer ser una buena compañera y una buena madre, cuando ama y es amada.

Entraron en el cuarto del herido.

Santiago se había dormido. En el momento de franquear la puerta, el obrero se detuvo un instante. Abrazó otra vez con amor a su mujer, y después dirigiendo una mirada a su hijo le echó un beso, no atreviéndose a besarle por temor a que se despertara.

-Bésalo -díjole Francisca, enternecida. Está tan débil el pobre, que tu beso no lo despertará.

Entonces ese valiente anduvo en puntas de pie, y paso a paso acercóse a la cama de su hijo. Contempló a Santiago, miró a su mujer, abarcó la habitación, y en ese momento supremo de despedida se sintió invadido por los tristes presentimientos de Francisca y su espíritu se turbó. Se repitió mentalmente los consejos del doctor Borel. ¿Estaría equivocado? ¿Sería realmente un deber estar al lado de su mujer y de su hijo enfermo? ¿Tendrían en efecto razón los de Versailles y no los comunistas? Todas estas ideas bullían en su mente. Se perdía. ¿Dónde estaba el deber? ¿En la familia o en el campo de batalla? Rechazó esos pensamientos. ¿Acaso no sabía él lo que era el deber? ¿Iba a echarse a atrás en el momento de cumplirlo?

No podía estar en error después de tantas semanas que su conciencia lo aprobaba.

Suavemente se inclinó hacia la almohada y besó a Santiago en la frente. Después se alejó de la cama despacito o hizo seña a Francisca para que saliera.

 
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Faustina de Bressier de Alberto Délpit   Faustina de Bressier
de Alberto Délpit

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