El doctor Borel volvió a entrar en la habitación del enfermo.
-Vamos a ver, ¿están ustedes contentos?
-¡Oh sí, muy contentos! -contestó Santiago.
Francisca apretaba silenciosamente la mano del médico.
-¿Entonces -dijo Pedro, -me puedo ir absolutamente tranquilo?
-¡El diablo le lleve!
-Doctor...
El médico se encogió de hombros.
-Mi maestro me decía hace un momento que le aconsejara a usted. ¿Para qué? A los malos no se le dan razones.
Le he repetido a usted veinte veces la misma cantilena. Fastidia, da grima ver a un hombre juicioso como usted arriesgar su vida en esta aventura sangrienta. Soy muy franco, ya lo sabe usted, y creo que haría usted obra santa abandonando a esa gentuza... Le pesará, Rosny, le pesará; acuérdese de lo que le digo. Si escapa usted de las balas, no eludirá los peligros de la derrota. Y será algo terrible. Ya sé que predico en el desierto; les conozco a los tres perfectamente: escuchan con mucha política los consejos que se les da, y luego hacen solamente su capricho.
-Pero el deber, doctor...
-El deber es trabajar para su mujer y cuidar a su hijo. Ya no me escucha usted. ¡Ah, testarudo! Hasta mañana, Santiago.
-Hasta mañana, señor Borel.
Pedro acompañó al médico hasta la escalera y volvió en seguida. El marido y la mujer volvieron a hablarse a solas. Francisca estaba muy pensativa. Las palabras del doctor Borel resonaban fatídicamente en su oído. Tomó un libro de encima de la chimenea y se lo dio a Santiago.
-Toma, querido. Es el libro que la señorita Aurelia ha traído para ti mientras estabas durmiendo. Voy cinco minutos con tu padre a mi cuarto y vuelvo.
-Gracias, mamá.
El matrimonio salió.
-El señor Borel tiene quizá razón -dijo ella con su voz breve y remisa. -¿Por qué has de volver a batirte?
-Francisca...
-No intentaré impedírtelo. Tú pretendes que es tu deber, y sabes que yo soy valiente. Todos esos temores del doctor hace tiempo que yo los comparto. Si sólo fueran las balas y la metralla, de eso se puede escapar, pero luego, ¿y lo demás?...
Sintió un escalofrío, y la energía de su mirada se apagó lentamente bajo el esfuerzo de un pensamiento oculto.
-Cálmate, querida.
-Estoy tranquila; pero tiene razón. Ellos como nosotros son feroces. Esto ya no es la guerra. En Versailles, se me ha dicho que fusilan a los prisioneros. Y aquí nosotros hacemos otro tanto. Tú no, ya lo sé; eres bueno, puesto que eres valiente, pero ¿y si te fusilaran?.
Pedro la abrazó estrechamente, riéndose y esforzándose en disipar las ideas lúgubres de su mujer.