https://www.elaleph.com Vista previa del libro "El Teniente Darcourt" de Alberto Délpit (página 2) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Lunes 29 de abril de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas 1  (2) 
 

Clemencia se echó a reír.

-¡Es que te encontraba apuesto y muy de mi gusto! Siempre pensé que no me casaría. ¡Cuando se tienen solamente dos mil francos de renta por dote, una, no se imagina que pueda casarse con un arrogante alférez de navío como tú!

-¡El cual no tiene más que su sueldo, doscientos once francos 53 céntimos al mes! ... ¡Ah, me olvidaba... y 1.800 francos de renta ... un poco más que el subteniente de la Dama Blanca!... ¡Bah! ¡No se necesita dinero para ser feliz!

Clemencia soltó una carcajada alegre y franca como el canto de un pajarillo.

-No, no me olvidaré nunca de la cara que puso la señora Milwert cuando le pediste mi mano. La buena señora no lo quería creer...

Durante mucho tiempo yo temía que esa felicidad no durase... ¡ Verme amada por ti, tan bueno, tan leal!... Y no olvides que esto es ya oficial, completamente oficial; así es que no puedes recoger tu palabra.

-¿Puedes suponer que pienso en semejante cosa? -replicó alegremente el oficial.

-A propósito, ¿cuándo piensas ir a visitar al señor Van Reyk?

-Quería precisamente hablarte de esto. Ya sabes que mi tío es el único pariente que me queda. Aunque hermano de mi madre, nunca me, ha, demostrado mucho, cariño. Es un comerciante, pesado de cuerpo y de espíritu, que sólo ha, vivido para el dinero y por el dinero. Una sola ambición le ha guiado: ser rico, muy rico. ¿Para gozar de su fortuna? ¡No! ¿Para deslumbrar a sus vecinos de Ralverstraat, en Amsterdam? ¡Tampoco! Mi tío ama, adora al dinero como yo amo a Clemencia por ella Misma!

Fue entonces una explosión de risas que subió hasta las altas ramas de los plátanos.

-¿Entonces para qué te impones la molestia de ir a pasar tres días en Holanda?

-Sencillamente, porque creo que cumplo un deber de urbanidad con el hermano de mi madre. No necesito de su consentimiento para casarme, y seguramente no me dará un céntimo.

-¡Cuando pienso que vas a dejarme, que vals a abandonarme durante media semana para ir a ver a ese hombre tan feo!

-Te escribiré todos los días.

-Y yo te contestaré a vuelta de correo...

-¡Querida Clemencia!

-¡Querido Esteban!

Y se tomaban las manos, se miraban en silencio, como si no pudieran cansarse de esa muda y dulce contemplación.

Jamás el Destino había reunido dos seres más encantadores y tan hechos el uno para el otro. Todo lo poseían para ser dichosos. Y ninguno de los dos en esa hora exquisita hubiera creído que una desgracia los amenazaba.

-¡Ah, la pillé a usted, señorita! -gritó una voz algo gruesa que salía del lado de la casa.

Clemencia hizo un gesto como asustada.

-¡Miss Drake!

Intentó levantarse para escapar, pero Esteban la detuvo.

-No te alarmes, querida. Miss Drake seguramente ha corrido, y tendrá un ataque de tos asmática cuando llegue.

Miss Drake era una inglesa gruesa, corpulenta y reluciente. Su rostro, algo abotagado, expresaba la flácida tranquilidad de un animal rumiante.

Más dama de compañía que aya, se distinguía de las demás institutrices por un rasgo, curioso: era más rica que su discípula. Cinco años antes había acabado la educación de una joven de Lancashire. Hallándose demasiado pesada y vieja, no quiso conservar esas funciones delicadas.

Por otra parte, los médicos le habían recomendado como más saludable el aire del continente. La señora Milwert la encontró en Cherbourg y le propuso el instalarse en Louveciennes con su sobrina. Aceptó muy pronto, y dé este modo sucedió que Clemencia vivía con Miss Drake más como amiga que como discípula.

La inglesa llegaba, muy irritada, en efecto, pero soplaba tan fuerte que apenas pudo pronunciar algunas palabras.

-Le había... prohibido... venir...

No terminó y se dejó caer sin resuello en una .silla de hierro.

Para poder manifestar de otro modo los sentimientos que la agitaban, se puso a mover sus grandes ojos azules furiosamente.

Clemencia se levantó y fue a besarla en las dos mejillas.

-Discúlpeme, mi buena miss Drake; Esteban llegó sin que lo esperara, y no podía dejarle fuera.

El alférez de navío tomó la mano de la inglesa y la besó respetuosamente. Era la mayor adulación que pudiera hacersele.

-No riña usted a Clemencia -dijo el joven; -el único culpable soy yo. Parto mañana para Amsterdam, a fin de ver a mi tío el señor Van Reyk; debe usted encontrar cosa natural que haya deseado despedirme de mi novia antes de ,emprender ese viaje. Y además, ¿no vamos a casarnos pronto? ¿Cometo una mala acción estando con ella un cuarto de hora a solas? ¡Vamos, vamos, señorita, un poco de corazón, y dígame que no me guarda rencor!

Miss Drake hubiera deseado contestar, pero no podía. Sin embargo, en medio de las sofocaciones de su asma, se veía que la emoción la iba invadiendo.

La novela de amor, el idilio que veía vivir y palpitar, la había turbado desde el primer momento. Claro es que su deber era vigilar a Clemencia hasta la consumación del matrimonio; pero de cuando en cuando transigía con hacer un poco la vista gorda.

La hora avanzaba y el calor era sofocante. Miss Drake dejó caer su cabeza sobre su robusto pecho y se durmió. Los jóvenes empezaron de nuevo su deliciosa charla, su hermoso dúo de amor.

Se dijeron lo mucho que se querían y se adoraban, y bendijeron de antemano la hora en que serían uno de otro. Repetían -sin cansarse las mismas palabras, tan dulces al oído y al corazón.

Iban a separarse por tres días, y estas horas iban a parecerles siglos. Clemencia le hizo prometer otra vez a Esteban que le escribiría todos los días, y el joven exigió que contestase a sus cartas de Holanda con telegramas.

El alférez rodeó el talle de su amada con su brazo y la atrajo hacia él, besándola amorosa y castamente en los ojos.

Miss Drake roncaba.

 
Páginas 1  (2) 
 
 
Consiga El Teniente Darcourt de Alberto Délpit en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
El Teniente Darcourt de Alberto Délpit   El Teniente Darcourt
de Alberto Délpit

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com