Un mes o cosa así después de esto (y durante ese lapso de
tiempo no volví a ver a Legrand), recibí la visita, en Charleston, de su criado
Júpiter. No había yo visto nunca al viejo y buen negro tan decaído, y temí que
le hubiera sucedido a mi amigo algún serio infortunio.
-Bueno, Júpiter-dije-. ¿Qué hay de nuevo? ¿Cómo está tu amo?
-¡Vaya! A decir verdad, massa, no está tan bien como
debiera.
-¡Que no está bien! Siento de verdad la noticia. ¿De qué se
queja?
-¡Ah, caramba! ¡Ahí está la cosa! No se queja nunca de nada;
pero, de todas maneras, está muy malo.
-¡Muy malo, Júpiter! ¿Por qué no lo has dicho en seguida? ¿Está
en la cama?
-No, no, no está en la cama. No está bien en ninguna parte, y
ahí le aprieta el zapato. Tengo la cabeza trastornada con el pobre massa
Will.
-Júpiter, quisiera comprender algo de eso que me cuentas. Dices
que tu amo está enfermo. ¿No te ha dicho qué tiene?
-Bueno, massa; es inútil romperse la cabeza pensando en
eso. Massa Will dice que no tiene nada pero entonces ¿por qué va de un
lado para otro, con la cabeza baja y la espalda curvada, mirando al suelo, más
blanco que una oca? Y haciendo garrapatos todo el tiempo...
-¿Haciendo qué?
-Haciendo números con figuras sobre una pizarra; las figuras
más raras que he visto nunca. Le digo que voy sintiendo miedo. Tengo que estar
siempre con un ojo sobre él. El otro día se me escapó antes de amanecer y estuvo
fuera todo el santo día. Habla yo cortado un buen palo para darle una tunda de
las que duelen cuando volviese a comer; pero fui tan tonto, que no tuve valor,
¡parece tan desgraciado!