En el lugar más recóndito de esa maleza, no lejos del extremo
oriental de la isla, es decir, del más distante, Legrand se había construido él
mismo una pequeña cabaña, que ocupaba cuando por primera vez, y de un modo
simplemente casual, hice su conocimiento. Este pronto acabó en amistad, pues
había muchas cualidades en el recluso que atraían el interés y la estimación. Le
encontré bien educado de una singular inteligencia, aunque infestado de
misantropía, y sujeto a perversas alternativas de entusiasmo y de melancolía.
Tenía consigo muchos libros, pero rara vez los utilizaba. Sus principales
diversiones eran la caza y la pesca, o vagar a lo largo de la playa, entre los
mirtos, en busca de conchas o de ejemplares entomológicos; su colección de éstos
hubiera podido suscitar la envidia de un Swammerdamm.
En todas estas excursiones iba, por lo general, acompañado de
un negro sirviente, llamado Júpiter, que había sido manumitido antes de los
reveses de la familia, pero al que no habían podido convencer, ni con amenazas
ni con promesas, a abandonar lo que él consideraba su derecho a seguir los pasos
de su joven massa Will. No es improbable que los parientes de Legrand,
juzgando que éste tenía la cabeza algo trastornada, se dedicaran a infundir
aquella obstinación en Júpiter, con intención de que vigilase y custodiase al
vagabundo.
Los inviernos en la latitud de la isla de Sullivan son rara vez
rigurosos, y al finalizar el año resulta un verdadero acontecimiento que se
requiera encender fuego. Sin embargo, hacia mediados de octubre de 18..., hubo
un día de frío notable. Aquella fecha, antes de la puesta del sol, subí por el
camino entre la maleza hacia la cabaña de mi amigo, a quien no había visitado
hacia varias semanas, pues residía yo por aquel tiempo en Charleston, a una
distancia de nueve millas de la isla, y las facilidades para ir y volver eran
mucho menos grandes que hoy día. Al llegar a la cabaña llamé, como era mi
costumbre, y no recibiendo respuesta, busqué la llave donde sabía que estaba
escondida, abrí la puerta y entré. Un hermoso fuego llameaba en el hogar. Era
una sorpresa, y, por cierto, de las agradables. Me quité el gabán, coloqué un
sillón junto a los leños chisporroteantes y aguardé con paciencia el regreso de
mis huéspedes.