-Pero entonces, mi querido compañero, usted bromea-dije-: esto
es un cráneo muy pasable puedo incluso decir que es un cráneo excelente,
con forme a las vulgares nociones que tengo acerca de tales ejemplares de la
fisiología; y su escarabajo será el más extraño de los escarabajos del mundo si
se parece a esto. Podríamos inventar alguna pequeña superstición muy
espeluznante sobre ello. Presumo que va usted a llamar a este insecto
scaruboeus caput hominis o algo por el estilo; hay en las historias
naturales muchas denominaciones semejantes. Pero ¿dónde están las antenas de que
usted habló?
-¡Las antenas!-dijo Legrand, que parecía acalorarse
inexplicablemente con el tema-. Estoy seguro de que debe usted de ver las
antenas. Las he hecho tan claras cual lo son en el propio insecto, y presumo que
es muy suficiente.
-Bien, bien-dije-; acaso las haya hecho usted y yo no las veo
aún.
Y le tendí el papel sin más observaciones, no queriendo
irritarle; pero me dejó muy sorprendido el giro que había tomado la cuestión: su
mal humor me intrigaba, y en cuanto al dibujo del insecto, allí no había en
realidad antenas visibles, y el conjunto se parecía enteramente a la
imagen ordinaria de una calavera.
Recogió el papel, muy malhumorado, y estaba a punto de
estrujarlo y de tirarlo, sin duda, al fuego, cuando una mirada casual al dibujo
pareció encadenar su atención. En un instante su cara enrojeció intensamente, y
luego se quedó muy pálida. Durante algunos minutos, siempre sentado, siguió
examinando con minuciosidad el dibujo. A la larga se levantó, cogió una vela de
la mesa, y fué a sentarse sobre un arca de barco, en el rincón más alejado de la
estancia. Allí se puso a examinar con ansiedad el papel, dándole vueltas en
todos sentidos. No dijo nada, empero, y su actitud me dejó muy asombrado; pero
juzgué prudente no exacerbar con ningún comentario su mal humor creciente. Luego
sacó de su bolsillo una cartera, metió con cuidado en ella el papel, y lo
depositó todo dentro de un escritorio, que cerró con llave. Recobró entonces la
calma; pero su primer entusiasmo había desaparecido por completo. Aun así,
parecía mucho más abstraído que malhumorado. A medida que avanzaba la tarde, se
mostraba más absorto en un sueño, del que no lograron arrancarle ninguna de mis
ocurrencias. Al principio había yo pensado pasar la noche en la cabaña, como
hacía con frecuencia antes; pero. viendo a mi huésped en aquella actitud, juzgué
más conveniente marcharme. No me instó a que me quedase; pero al partir,
estrechó mi mano con más cordialidad que de costumbre.